ANTES
Había intuido claramente que algo iba a suceder. Se lo había profetizado
a sí mismo. Entendía que todos los avisos extraños que habían asaltado de
continuo su mente en este último período crítico de su vida, eran la antesala
del fin total. Por eso, algo le decía que tenía que prepararse para lo que
fuera a acontecer.
Hoy, cuando despidió al robot de servicios
básicos personales, se dijo que iba a morir.
Era aún temprano para acostarse, pero la
desesperanza de un nuevo día justificaba que no esperara a agotar las últimas
horas del que estaba en curso todavía. Opacó los ventanales de su dormitorio y
esperó.
La inferencia de que alguna señal derivaría
en el cambio de estado espiritual, le tenía alerta.
Inspiró, espiró, inspiró, espiró. Se
obsesionó por última vez con la respiración.
Volvió a quedar fascinado con la
visualización de su yo interno. Obvió que el siguiente paso le llevaría a la
emersión de su espíritu.
Cuando estaba ya dispuesto para integrarse
en el vacío, y dejar su cuerpo adjudicado por entero al mundo material, sufrió
el habitual shock del alma escapada.
Instantáneamente visualizó una potente
luminiscencia que abarcaba todo su cuerpo etérico.
Cada vez ingresaba menos sangre a su músculo
esencial y, por lo tanto, el riego sanguíneo disminuía en su masa encefálica.
Sus pulmones seguían bombeando y asumiendo
aire. Al fondo, muy al final de sus percepciones, escuchó el ritmo de la vida.
La sensación de ser anaeróbico fue fijándose en su pensamiento.
El corazón colapsó. Sin embargo, su mente
seguía despierta y atenta.
Ya veía su cuerpo allá abajo. Veía que la
coraza que le había albergado no era ningún anclaje de su espíritu.
Disociado.
Concentrándose en la luz, la veía acercarse
por rededor suyo y abrazarle. Viéndose envuelto por ella, se dio cuenta que
aquella fuerza no era algo extraño. La luz era él y él era la luz. Era todo y
nada. O por lo menos sus sensaciones le ligaban a ambos estados.
Los ojos cerrados. Los labios distendidos.
La faz serena.
Al día siguiente entraron en sus
dependencias, sin permiso: Su médico personal, un médico forense, un cotejador
de mapas genéticos y su… viuda.
Acercaron el captador de anomalías a la sien
derecha de aquella cabeza durmiente. Ante el veredicto, se repitió la prueba
con el hemisferio izquierdo.
-Señora, creo que ha muerto exactamente hace
cinco horas y treinta y ocho minutos.
-¿Llegaron a terminar su trabajo los
genéticos?- se preocupó el que había sido más su amigo que su doctor de
cabecera.
-De cierto, señor.
-Entonces, que actúen inmediatamente. Les
doy el plazo de un año. Ni más ni menos. Así lo dejó estipulado mi paciente.
Creo que ya podemos comenzar con el tránsito. La aceleración en el desarrollo
del nuevo individuo nos hará tener entre nosotros a Janos antes de lo que
imaginas, querida Sandra.
El llanto de la desconsolada interrumpió
cualquier debate técnico que pudiera estar fraguando en la cabeza de los
eruditos. Dos robots se encargaron del traslado del cadáver, con la escolta de
los presentes que respetaron la soledad de la mujer, ahogada en los recuerdos,
asaltada por la alegría infinita del vaticinio de un amor recuperable.
DURANTE
Los genéticos laboraron con precisión
insultante en el cuerpo del finado. Lo más íntimo de aquél había sido
desconsagrado por el bien de un objetivo fútil. El más mínimo detalle de las
coordenadas genéticas que estaban implantadas en los cromosomas que habían
diferenciado a aquel ser humano de los demás, había sido estampado en un
meticuloso mapa genético que serviría para clonar célula a célula un edificio
orgánico que en toda su extensión sería la copia del genuino Janos Hanussenn.
-Doctor Vingenstein, es sorprendente. Aún no
consigo asimilar cómo puede mantenerse incorrupto el cuerpo. No hemos visto
necesario mantener su conservación criogénica en ningún momento- dijo el doctor
Miho Nais mientras frotaba una y otra vez sus afinadas manos.
-Yo tampoco lo entiendo. Sin embargo, las
órdenes han sido bien estrictas: una vez que hayamos conseguido desarrollar
tres clones a partir de la base de datos de la que disponemos, debemos
deshacernos del testigo inerte de nuestros manejos- enarcó las cejas casi sin
hacer demasiado caso a sus propias palabras.
El edificio que albergaba toda clase de
experimentaciones vanguardistas en busca del porqué de la existencia de la
vida, se hallaba localizado en las afueras de una populosa ciudad. Como casi
todas las arquitecturas de este tipo, la altura se había tornado profundidad.
A treinta metros de la capa humífera, el
organismo vacío de Hanussenn era trasladado a la sección de escanerización para
ser transparente a los ojos de los que buscaban su momificación. Desde tiempos
ancestrales, esta inquietante costumbre había sido desechada por no hallarle
sentido tradicional de ninguna clase, ni social ni religioso. Pocas veces se
hacían excepciones: El individuo a tratar podía ser requerido para ulteriores
intervenciones ante posibles contrariedades en el funcionamiento de sus clones.
Se pensaba que más tarde o más temprano el cuerpo se disgregaría.
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Era el momento. Veía allá abajo su cuerpo,
aunque casi no lo distinguía en medio de tanto artilugio.
Él, todo luz, se precipitó sobre aquella
materia inerte e incólume. La sensación del estado de suspensión vibratoria
cesó, y con el brusco cambio buscó la ensambladura correcta.
En nanosegundos, volvió a sentirse
perceptible y percibido. La luz que había sido se desparramó entre las finas
membranas acuosas de sus tejidos. Los hematíes volvieron a jugar con el
oxígeno, y las neuronas chispeaban en una catarsis de las ramificaciones que
conducían los pensamientos. El soplo vital estaba reanimando lo que en los instantes
precedentes no fue más que un vacuo caparazón.
Las córneas se dejaban ceñir por la fina
capa epidérmica de los párpados y se estaban moviendo anárquicamente, delatando
actividad ocular.
De pronto, ambos pulgares se engarfiaron.
Dos argollas de titanio enganchaban las muñecas de Janos y estaban insertadas
en estrías de acoplamiento magnético, que obligaban a tener los brazos en cruz.
Una sonrisa deformó su reciente rostro
estático.
-Tengo muchas cosas que hacer, mucho tiempo
que recuperar. ¿Dónde está la salida?- fue lo primero que improvisó nada más
renacer.
DESPUÉS
Dejando flojas las manos, Nais
permitió que ambos brazos se le situaran a ambos lados del tronco, dándole un
aspecto de simio, que en otras circunstancias le hubiera ridiculizado. Con la
boca entreabierta, como embobado, observaba cómo huía despavorido su fiel
colaborador, y asistía impasible al rompimiento de la monocadena y al
erguimiento y posterior acercamiento de lo que asimilaba con un zombi. Salió de
su letargo cuando tuvo el rostro de Janos frente al suyo.
-Señor Hanussenn, ¡bien... bienvenido!
-¿Cuánto tiempo ha transcurrido?
Desnudo. Desorientado. Con
tantas cuestiones que necesitaba aclarar, no se percató que el científico
estaba también hambriento de respuestas.
Se asustó ante el primer
movimiento de su interlocutor.
-Le traeré una bata. ¿Sabe?
Hasta ahora hemos estado esperando una respuesta de alguno de sus clones.
-¿Cómo dice?
Vingenstein reapareció con tres
robots de las fuerzas de seguridad del Complejo Fénix.
-¡No se mueva!- la voz átona del
jefe de pelotón llamó la atención del emboscado.
-¿Por qué me hacen esto? De
veras que únicamente quiero volver a contemplar el azul del cielo.
Se dejó abrigar por la
hospitalidad de Miho Nais, tan divergente de la reacción de su colega. Recorrió
en panorámica visual el recinto en el que se hallaba amenazado, y halló en ella
la revelación que necesitaba.
Aún descalzo, pisó el frío
pasillo que se abría en sentido opuesto a la salida, dejando a ambos lados las
pizarras holográficas saturadas de datos genomáticos, las mesas de trabajo
repletas de microscopios moleculares, de criobandejas de muestreo, de
soluciones flotantes en urnas de ingravidez, y armarios y más armarios estancos
con sus secretos contenidos que de vez en cuando distraían la atención con los
reflejos iridiscentes que escapaban de sus estructuras metálicas.
-¡Señor! Le queremos vivo. No
complique las cosas. Dé la vuelta y regrese hacia nosotros. No sufrirá ningún
daño.
La respuesta a la provocación no se dejó
esperar.
-¡Seréis estúpidos! ¿Creéis que
el coma le ha borrado la inteligencia? Sabe lo que sois y las leyes que os
rigen. Sabe que no podéis causarle ningún daño psicofísico. ¡Vingenstein!
¡Lléveselos de aquí! ¡Están interrumpiendo la investigación!
Mientras, Janos Hanussenn tenía
frente a sí tres cisternas verticales con tres cuerpos adultos en suspensión.
Pegó su nariz a las paredes,
pues veía en ellos algo que le resultaba familiar. Recorrió los rasgos faciales
de cada uno de los individuos inmersos, ciertos detalles del fenotipo sexual,
probables marcas, lunares, cicatrices, que les hicieran únicos, y se llevó la
mano a la boca para levantar un dique momentáneo a la corriente de su alarido,
cuando cayó en la cuenta de las imposibles coincidencias del trío, y más aún,
cuando los caracteres comunes eran uno con los suyos propios.
Se concentró de nuevo en los
rostros y todas las dudas se esfumaron con el temor de perder el alma: Que
flotara en la nada, mudando el sentido de toda su pasada existencia y de la que
estaba dispuesto a inaugurar.
Volvió sobre sus pasos,
parpadeando con frenesí, porque no quería creer lo que había visto, porque no
podía anular su dignidad de un plumazo. No resultó del todo convincente cuando
se atrevió a levantar los ojos fijos en el suelo y los enfrentó a los de Nais.
-¿Por qué este fracaso? Debo
entender que, de los cuatro, yo soy el que no debería estar vivo.
-Puede entender que es la
excepción que se salta la norma.
-¿Es científica esa norma? Si es
así, yo estoy demostrando que es prescindible y que los que quieren eternizar
su legado deben desconfiar de la utopía que supone desaprovechar su vida actual
para que recuperen el tiempo perdido sus extensiones biológicas. Las mías no
han tenido la oportunidad.
Miho Nais reflexionó sobre las
palabras del resucitado, que de otra manera no podría ser clasificado, mientras
espiaba sus movimientos. Le dejarían ir en paz, regresar a los brazos de su amada esposa que le haría
olvidar el paréntesis sin sentido.
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Janos Hanussenn no volvería
jamás a ser el mismo. Decidió que debía buscar refugio en el anonimato. Que
terminaría sus días junto a su mujer, sin intentar llegar a la eternidad. Que
su mortalidad era un don que ya pocos tenían y que, por ello, aunque hubiera
sido por accidente, debía dar gracias a la Fortuna.
Poco tiempo después, cuando le
atacaron las enfermedades inherentes a la vejez, las dejó cumplir. Las
enfrentaría con lucidez y con el cariño de todos a los que no les importara
verle en tal estado.
Inspiró, espiró, inspiró,
espiró. Se obsesionó por última vez con la respiración. Y pensó que de verdad
era la última. A su lado, impertérrita, Sandra, rebosantes los labios y los
ojos de amor.
Ningún robot que desvirtuara la
sencillez del acto. Y su amigo, Miho Nais, polarizando la luz de su último día,
acompañando sus últimos deseos, vigilante para que nadie intentara la
clonación, pues ya se había encargado de incinerar los tres receptáculos de la
anterior tentación.
Y el alma huyó hacia delante,
sin tornar su sentido, borrando la última duda de si algo le fue robado, de si
algo de ella había estado confinado en alguno de aquellos tres cuerpos en
suspensión temporal, de si ahora, en el último viaje hacia el infinito, estaba
incompleta.