I.
La soledad invadía, de inmediato, la nueva
vida, la que se inauguraba al abrir los ojos. Y en la oscuridad de la
habitación, enfundado en las mantas de basta textura y agradecido por su calor
protector, los pensamientos deambulaban desde los actos cometidos el día
anterior hasta los proyectos que, dentro de la rutina conocida, anunciaban al
cauteloso el nuevo día.
El pesimismo crónico le soplaba al oído que
aquel era un día inmerecido. Que algo, con toda seguridad, saldría mal y
torcería el curso de la batalla. La que libraba con sus semejantes, aguantando
sus monsergas sobre lo especial de su personalidad, de su aspecto, de sus
acciones.
Al recordar su nombre, Salvador, decidió que
no esperaría a que sonara el despertador para echar a un lado las apestosas
sábanas y posar sobre el gélido suelo sus pies planos.
El cazo descascarillado, ése que siempre iba
a cambiar al día siguiente, la nata pegada requemada en sus bordes y el aroma a
leche rancia, mezclada con el cacao insulso, le situaban en la dura realidad. Y
los restos duros de pan mojados en el tazón le imbuían de la fuerza necesaria
para enfrentarse a la nueva jornada.
Debía ir a trabajar. Desde que murieron sus
padres no tuvo más remedio que tragarse algunos miedos y enfrentarse a la
jauría.
Hacía tiempo que se dio cuenta que el Nuevo
Orden exaltaba, hasta cotas insuperables, el Egoísmo, el extraído de una
variedad infinita, de tantos como seres humanos había, amalgamando a todos y
haciéndose único. Ignorar, empujar, pisar, trepar.
Pensaba que, en el fondo, la suerte sí le
había acompañado en algún tramo de su existencia. Como cuando consiguió su
último nuevo trabajo. Una de esas vacantes eternas por las que pasan
innumerables candidatos que nunca cuajan. Aceptó lo que nadie quería. Ser un
burócrata que se dedicaba a rellenar parsimoniosamente ficha tras ficha de
referencias, para que alguien que estaba por encima de él se llevara todos los
méritos.
Y aquella mañana era tan importante como la
de hacía un mes, pues hoy se cobraba. No era para echar campanas al vuelo, pero
con ese mínimo sueldo sobrevivía, sin permitirse lujos ni derroches, algo que
para sus humildes pretensiones no era un gran sacrificio. Que otros se dieran
el gusto de comer alguna vez fuera de casa, de presenciar algún espectáculo o
de comprarse el último artículo de moda, no despertaba en él envidias ni
recelos.
Su profundo desánimo era más complejo,
inconscientemente sofisticado: Había perdido las esperanzas de recuperación del
espíritu humano primigenio. El que estuvo alejado de las guerras, de los abusos
cometidos contra la Naturaleza, de la falta de convivencia entre credos y
razas, de la adoración al prepotente tótem del dinero, de las trampas
económicas y sociales que estaban decapitando a toda una especie, de los
liderazgos efímeros y nocivos.
II.
Nadie le miraba de frente, a los ojos, para
encontrar el reflejo de su individualidad, ya vacía.
Salvador no podía practicar con los demás la
sugerencia de su nombre. Ya estaban todos perdidos. Y nadie pedía ser
rescatado.
Pero el hombre espantado clamaba por ser
encontrado por alguna alma frágil como la suya. Ansiaba ser amado, en lo velado
de su mente, en la negrura inverosímil de su memoria.
Creía ser el único, el que supervivía
después de la catástrofe de la irracionalidad ajena. Por ello se estaba
desmadejando internamente, por no saber a dónde asirse para rescatar la
cordura. Veía que los demás vivían en sus islas de ignorancia, y él, espantado,
de nuevo siempre espantado, arañaba en esos demás un pelín de caridad, que
nunca llegaba.
Cuando aquella mañana, tras arrancarse con
las uñas las costras legañosas, separó los visillos de la ventana de su
apartamento para saborear visualmente el cielo de celeste pureza sin nubes que
lo mancharan, no podía imaginar que aquello era lo único asimilable que iba a
encontrar de ahí en adelante.
Después de cambiarse la camisa, manchada con
el cacao que siempre le chorreaba de la taza, se dirigió zigzagueante, como si fuera un chiquillo con su juego
imaginado de aeroplano borracho en las alturas, a su lugar de trabajo y se
preguntó el porqué de la vaciedad, de lo desértico de las calles, del silencio
aturdidor y extraño del ambiente.
Quizá había madrugado demasiado y los
durmientes estaban a punto de dar vida, con sus bostezos, a la ciudad. El reloj
decía que era la hora exacta para el cotidiano murmullo de lo urbano. Ni risas,
ni quejas, ni silbidos de hombres ni de máquinas, ni cláxones que le hicieran
detestar a los productores y productos de lo industrial. Todo atipicidad.
O aún no se había despertado y aún estaba
abrazado a la almohada ceñido por el confortable calor de las mantas y aquello
era un sueño que asomaba de un recuerdo apocalíptico.
Pero había buses estancados en la avenida,
taxis con las puertas abiertas, como si estuvieran a punto de recibir a un
pasajero imaginario, y algunos comercios tenían levantados sus enrejados
anticacos para recibir a los compradores de madrugadoras necesidades básicas.
Y la gente sin aparecer.
Le faltaban tres manzanas para llegar a su
destino, y al doblar las esquinas, las bocacalles llenas de desperdicios
orgánicos y reciclables aparecían húmedas, como si recién acabaran de ser
rociadas por los aspersores municipales. Sin embargo, la avenida principal, por
la que discurrían sus pensamientos más pesimistas, estaba completamente seca.
Y los animales…
Ni ladridos de perros abandonados, ni
ladridos de perros encadenados por sus incívicos amos, ni caca que saltar para
pisar la siguiente. Y los pájaros, mudos, ni trinos ni gorjeos audibles. Ni
palomas, portadoras del ácido corrosivo, devastador de prominentes cabezas
líticas de glorias pretéritas.
O estaba solo o alguna telenovela o partido
de fútbol estaba infectando de nuevo las mentes de sus conciudadanos. Pero
pensándolo bien, ¿a aquellas horas? Sea como fuere, él era inmune y por eso
estaba allí, disfrutando de los primeros reflejos del dios Sol en los escaparates
repletos de provocadores maniquíes.
Sí, estaba casi seguro, era un sueño, del
que no quería despertar porque cumplía todos los deseos que tenía en vigilia, y
seguro también que estaba a punto de aparecer el personaje femenino, con
grandes pechos, de lubricantes curvas, en alguna pose antinatural que con algún
guiño vicioso le arrastrase a una espiral de placer infinito, y él mandaría
perversiones cuando mirara directamente a los ojos de la hembra que le
sugeriría el pecaminoso preámbulo del cortejo, produciéndole la irremediable y
embarazosa polución que se uniría a otras para acartonar su cómplice sábana.
-No sueñas, seas quien seas.
III.
Allí estaba ella. El blanco ceñía la piel
y ésta los huesos, dibujando curvas, esculpiendo volúmenes libidinosos. Y era
tan real como el silencio que los envolvía.
Salvador gritó, maltratado por el súbito
discurrir de su animalidad. Tan brusco como encantador.
-¿Quién eres? ¿Sabes qué ha ocurrido con los
demás?
-El mundo es una desesperanza casual que
justifica nuestros actos. Sólo sé que estoy harta de ser una víctima, con
sensaciones extremas añadidas a un juego que no deja vislumbrar el gancho de la
discordia. Sin dar paso a las dudas. Armando festines, luchando por ellos,
perdiendo en las distancias. Amarrando el paso sin atender a generosos cantos
de sirenas. Maltratada por la fanfarria de la preñez injusta.
-¿Qué mierda…?
-Flaquea el pasado cuando lo manejas a tu
antojo para justificar el presente.
-¿Qué estás diciendo? ¿Qué estás haciendo?
Te has plantado ahí en medio, sin dejar que llegue a mi destino, y
yo sólo quería que me contestaras a una pregunta. Tan sencillo como eso. No
comprendo por qué estamos solos en la ciudad y creía que tú…
-Perpetro victorias inscritas en la memoria
de las historias banales. Como la tuya. Y que conste que no me dejas hacer mi
trabajo.
Si estaba soñando aquello, querría
despertar, ya que lo lúdico se había convertido en incordiante pesadilla.
-¡Oye! ¡Concéntrate! ¿Fragancias que invaden
tu pituitaria?
Cómo no había caído en eso. Se había fijado
en visiones y sonidos. ¿Y el olor? ¿Y el tacto? Era cierto que el pan remojado
no había sabido a nada. Había creído que estaba tan insulso como su vida. Y
había masticado y tragado mecánicamente, sin sentirlo, creyendo estar bajo los
efectos del despertar reciente.
Si la cara es el espejo del alma, no sabía
la que puso él ante el vértigo de estas disquisiciones, pero la otra adivinó la
lucha interna.
-No creas. Yo tardé también un poquillo en
darme cuenta de lo evidente.
Lo evidente. Qué era, para ella, lo
evidente.
Y se avergonzó cuando asomó el machista al
sentenciar que hablaba demasiado, como todas las mujeres.
No sabía cómo, pero la señorita debió de
adivinar otra vez sus pensamientos, pues pareció sentirse insultada y le
respondió con una furibunda mirada.
Mientras, los demás seguían sin aparecer y
quiso saber cómo estaba a las puertas de su empresa sin haberse desplazado
voluntariamente. Quizá se había distraído hablando con esa pelmaza.
Pasaría a través de la puerta giratoria y
dejaría atrás el terror que sentía en aquellos momentos por la miseria ajena.
-Atraviesa el umbral. Hazlo ya.
Miró hacia atrás y no la vio siguiéndole los
pasos. Se había esfumado. Por fin. El encuentro con esa chica respaldaba uno de
sus axiomas vitales: Nunca te fíes de las apariencias. Una mujer tan bonita,
tan atractiva, pero tan pesada.
-Gracias por lo de atractiva, pero tus
pensamientos lujuriosos no podrías llevarlos a
la práctica.
La voz había sido escuchada dentro de su
cabeza. Cómo era posible. Debían de ser imaginaciones, estériles imaginaciones.
Empujó la puerta y la rotación fue más lenta que la que recordaba como normal
del día anterior. Y cuando pensó en acercarse al puesto de control, percibió
instantáneamente que haberlo hecho era un sin sentido pues ya estaba ante la
ventana de la garita.
-¿No ves que sigue sin haber nadie? ¿Qué tú
y yo estamos solos en este otro mundo?
¿Otra vez ella? Si empezaba a fraguar la
idea de la irracionalidad, estaría terminado, hundido. Las verdades siempre
duelen, y ésta, temía, le laceraría el alma.
-Nunca hubieras podido elegir la palabra más
adecuada, porque justo eso, el alma, es lo único que te queda, lo único que te
puede doler.
-Pero no puede ser cierto. ¿Cómo ha podido
ocurrir? ¿Así, ¡chas!? ¿De la noche a la mañana? ¿En un abrir y cerrar de ojos?
¿Cómo? ¿Cómo? ¡¿Cómo?!
La luz del hall estaba eclipsándose con el
manto voluble de lo eterno.
La mujer, con una sonrisa misericorde, iba
añadiendo certidumbre a sus sospechas, y la confianza en las verdades que
estaba a punto de verter en su conciencia borró, de sopetón, el ánimo que tuvo en
un principio de soliviantarse por todo lo que ella dijera.
-Sí hay más como tú. Personas que no
cometieron la injusticia de verse tragadas por el sistema de vida que otros
crearon y que, a su manera, confiaban aún en la pureza del espíritu humano
primigenio. Los demás. Es rechazo y te ha salvado de verte infectado por su
envilecimiento.
Mastodónticos milagros en que jamases
mezclábanse con quizás.
Aunque la miraba directamente a los ojos, lo
que le había producido algo parecido a un escalofrío, pues ya no recordaba el
momento en que dejó de hacerlo con los demás, no había podido evitar mirar de
reojo hacia los amplios ventanales que le separaban del exterior, aún vacío, y
percatarse que las siluetas de los edificios se iban quebrando, el negro de las
calzadas se iba opacando y los colores de lo inerte, que aún seguía existiendo, se iban enmoheciendo, desintegrándose y derivando hacia un blanco que lo iba
abarcando todo.
-Te has aislado tanto que no has sabido de
los derroteros por los que ha ido tu especie, y alrededor de ti, y de esos que
te hablo, se ha ido confabulando el horror más absoluto, la degeneración más
extrema, el apocalipsis más vertiginoso. Y un escudo integral e individual ha
repelido el embate provocado por la deflagración exterminadora.
Si él no sentía el mundo físico, si sus
pensamientos concordaban con actos instantáneos, y si el blanco cegador
provocaba luz cegadora cuando se imbricaba con las tinieblas que envolvía la
figura de su guía y, por deducción lógica, la suya propia, era que algo había
fallado y tampoco se había salvado y aquello era la antesala del infinito
eterno.
-Salvador, esta es la primera criba. Son los
demás los que no tendrán la segunda oportunidad que tú has anhelado para ellos…
Su sentido de la visión era inútil pues ya
estaba en el aire la voz, que también escuchaba dentro de sí, sin adivinar por
qué medio se propagaban las frases conciliadoras, a través de la luz absoluta.
-…Y los que habéis superado el escalafón de
lo material seréis absorbidos para volver a imaginar un mundo nuevo, acorde con
el sentir puro de los puros.
Y así, saludando al nuevo sol, refería
disciplinado, vaciándolo de palabras, su destino.
Con toda autoridad.