Si vienes, descubrirás un mundo que creías
que ya no existía.
Estamos entre montañas, en un paraíso
inencontrable en los mapas, porque así lo hemos querido quienes lo habitamos.
Si vienes, debes jurar, sobre la Biblia, que no lo darás a conocer a nadie. Si
incumplieses tu palabra…
Ten en cuenta que podría estar diciéndote
maravillas desde ahora hasta el amanecer de mañana y, aun así, no tendría
bastante tiempo para relatártelas todas. ¡Es tanto lo que ganarías con el
cambio de vida! Si vienes, te quedas a vivir, te lo aseguro.
Recuerda que has sido tú el que me has
preguntado mi edad nada más verme, porque mi aspecto te ha delatado algo
especial que no ves en nadie en esta tienda, así que te ruego que tengas la
valentía de afrontar el reto que supone hacer caso de las señales que estoy
lanzando involuntariamente a tu entendimiento.
Te contaré, entonces, algo de los doscientos
treinta y tres que somos. Pocos, lo sé.
Como que Antonio, el leñador, trabaja para
la comunidad cortando los árboles que, con su infinita paciencia y sabiduría,
descubra como enfermos y que, pidiéndoles permiso e implorándoles perdón, den
su visto bueno para ser sacrificados. Después los transporta, en su humilde
camioneta, hasta Juan el serrador, quien los convierte en tablas para edificar nuestras
casas. Debo decirte que tanto Antonio como Juan pertenecen a estirpes de
oficios que se remontan a cientos, o quizá miles de años, y que las viviendas
levantadas, desde entonces, siguen en pie, sin verse podridas sus maderas,
salvo algunos escasos remiendos, gracias a la buena mano de nuestros
carpinteros, la familia Estébanez, también de centenaria raigambre.
Que esa
leche que tenéis en la ciudad, que viene en ladrillos de papel duro, y que es
tan impura como vuestro aire, allí no existe. Va en un cántaro de latón de veinticinco
litros, y te la echa Segismundo con su cazo, también de latón, en todos los
potes que quieras. Y podrás hacer mantequilla sana en tu casa, batiendo su nata
a mano, con el tenedor de madera, hasta que te duela el brazo.
Y
beberás esa agua cristalina que sale de los caños de la Raimunda, nuestra
fuente de manantial, tan fría como la mirada de la bodeguera Matilde, que te
calmará la sed cuando el sol del verano te ase los hombros cuando recojas la
cosecha del año.
Allí podrás ver cómo las truchas nadan en
aguas cristalinas, sin espumas ni colores sospechosos. Y al par de espabilados
que las pescan con las manos, como si fueran osos.
No pongas esa cara. Pues claro que tenemos
osos. Y lobos. Pero te aseguro que no molestan. ¿Y sabes por qué? Pues porque
no son molestados. De vez en cuando el Pacheco suelta a posta alguna de las
ovejas que se le haya enfermado, para que los de la manada se la atraganten, y
así dejen tranquilas a las demás. Ni de terneros ni de corderos tenemos bajas
preocupantes. Vive y deja vivir, es lo que he tenido que decir a alguno de los
canes que me enseñaba feroz sus colmillos, mirándolo fijamente hasta que se iba
por donde había venido con el rabo entre las patas y la cabeza gacha.
Y si no vuelves a tu civilización,
disfrutarás de las incomodidades propias de la supervivencia: Tendrás que
levantarte todos los días antes del amanecer y dirigirte, con los zuecos de
madera, a tus surcos y echar tus semillas, y tener la voluntad de ver crecer tus
plantas, con sus frutos, que te darán para comer y para trocar con los demás. Ya
te diría de quién no fiarte, pero te adelanto que Indalecio, el zapatero, es un
truhán que siempre intentará engañarte con sus tomates, con la monserga de que
se pudrirán antes que tus patatas. Pero son buena gente. Te ayudarán hasta que
te puedas valer por ti mismo. Hasta que consigas autoabastecerte.
Nunca te sentirás solo. Eso lo puedes tener
claro.
Aunque si llegaras a querer enamorarte de
alguna de las buenas mozas del lugar, te recomiendo acercarte a la orilla de
nuestro río, a un kilómetro de la plaza principal, y única del pueblo, porque
allí estarán arrodilladas, supliendo a sus madres en el trabajo de lavanderas,
dejándose los nudillos en las olas de la tabla de lavar mientras frotan y
refrotan las prendas de la casa después de embadurnarlas con ceniza y arena, y
las verás sonrojadas por el esfuerzo y por los chismorreos sobre los mozos que
aún quedan solteros. No visten ropas de princesa, pero sus cabezas relucen por
su inocencia y sus corazones por su ternura. No hay ninguna mujer que no haya
hecho feliz al hombre que se precie de ser hombre.
Y todos ellos, honrados trabajadores de la
tierra y el río. Como lo serás tú si te ilusionas con la perspectiva de que te
duelan los costales cada noche y que a la mañana siguiente veas que las llagas
que te sangran en las manos estarán dando su fruto en la madre tierra.
A la matanza semanal se dedica Bartolomé,
con los buenos cuchillos que le proporciono yo, traídos de otros pueblos, y la
buena mano que tiene Alberto para afilárselos, y las viandas del puerco son
repartidas a los que necesitan tener más fuerzas para la jornada, o a los pocos
niños que hay, para que crezcan fuertes y poco flojos.
Sí, los muy traviesos tienen escuela, ahora
regentada por el maestro Pablo, que vino hace sesenta años para establecerse.
Seguro porque alguien le estuvo contando como te estoy hablando ahora yo a ti.
Los libros siempre son los mismos y ya han
pasado por muchas manos, pero siguen pudiéndose leer y enseñando. A veces
tanto, que algún zagal quiere conocer más, por su natural curiosidad, y nos
abandona cuando tiene resistencia y entendimiento.
¿Los inviernos? No son tan fríos como
quisiéramos. Tampoco son demasiado calurosos los veranos, ahora que lo pienso
detenidamente. Es verdad que, como te dije, el sol pega de justicia en agosto,
pero tampoco creas que nos falta el aire o que andamos todo el día encharcados
en sudor. Nada de eso. Y los inviernos lo mismo. Le da rabia a la chiquillada
ver las montañas a lo lejos blancas como la nata y se quejan de que no han
tocado nunca la nieve. No saben, porque nunca se lo decimos, que llegará un
momento de su vida en que sí la tocaran, porque cuando tienen fuerza y
entendimiento, si deciden no marchar, los llevamos hasta las cumbres en alguna
de las vacaciones permitidas por el maestro Pablo. ¡Y cómo disfrutan! Pero
vuelven con el juramento de que no lo contarán a los más pequeños para guardar
la sorpresa y descubrir sus sonrisas al notar el frío en sus naricillas.
No creas, estamos casi todo el día laborando
la tierra y las aguas pero también nos explayamos en reuniones fraternas que no
tengan que ver sólo con la matanza del cerdo. Y es en
ellas donde también se
respira el aroma
del amor y de la amistad. Somos sinceros y no nos escondemos
nada. ¿Para qué? Si al final todo se sabrá. En un lugar tan arropado, el aire
circula puro, en un ciclo infinito, por nuestros pulmones.
Vale. Puedes decirme algo en contra de lo
que te estoy relatando. Seguro que sí. Pero para nosotros será una virtud. Te
lo aseguro. No atesoramos muchos bienes materiales. Vivimos con lo justo y me
traigo algunas cosas para vender en esta ciudad y así poder llevarme otras que
necesitamos para trabajar. Porque el trabajo nos da salud. Y con la salud damos
amor a los demás. De eso tenemos mucho. A pocos escucharás quejándose de alguna
dolencia. Y si la tienen es por algún percance puntual que curamos rápidamente
con las hierbas de Serene. ¡Qué mujer más fabulosa! Y sus hijas, que siguen sus
pasos, qué mágicas son con sus mezclas y emplastes.
¿Cómo no voy a conocer a todos por su
nombre?
Por su nombre y por sus defectos y por sus bondades,
y por sus secretos, si los tuvieran.
No, no soy cura. No lo tenemos ni falta que
nos hace. Ya tuvimos una mala experiencia con uno que llegó para convertirnos,
pues decía que éramos paganos y que iríamos al infierno si no nos arrepentíamos
de nuestros pecados. Pero acabó yéndose porque nadie iba a verle para contarle
esas supuestas faltas del alma. ¿Y quieres saber por qué? Pues porque no
tenemos pensamientos ni raros ni impuros ni realizamos actos de los que
tengamos que arrepentirnos, pues todo lo pensamos bien antes de hacerlo.
Además, nos conocemos desde hace tantísimos años que casi sabemos más de los
demás que de nosotros mismos.
Me preguntaste mi edad y no voy a decírtela,
porque creerías que te intento embaucar para atraerte por algún interés oculto.
Ya la sabrás si vienes.
No creas. No voy por ahí contándolo al
primero que me cruzo en el camino.
Ya he recorrido ese camino tantas veces que
puedo ir y volver con los ojos cerrados, pero me ha asombrado tu curiosidad tan
sana. Sé que le caerías bien a Matilde,
porque en su corpachón se esconde un corazón enorme, aun siendo tan solterona
como es. Si no fuera una mujer tan fría, tendría a todos los merecedores a sus
pies. Pero bueno, esa es otra historia.
¡Vaya! Paréceme que ya toca que me atiendan.
Piénsalo. Hasta dentro de unas cuantas semanas
no volveré a pasar y habrás perdido una oportunidad preciosa. Ahora no me iré
hasta que haya conseguido todos los encargos de esta lista, porque la de
nuestro pueblo no es como esta tienda, pues en la nuestra no se vende nada,
sino que se presentan ante los demás lo que hemos recolectado, o pescado o
matado el día o la semana anterior, llevándonos a cambio lo que nos interesa de
lo que presentan los otros. Pero los útiles no podemos fabricarlos, aunque
Alberto el afilador, que es muy manitas, nos arregla lo que el tiempo estropea
o lo que estropeamos nosotros por nuestro desconocimiento.
Y siempre vuelvo, te lo aseguro, porque es
necesario que lo haga, aunque no lo decidimos con fecha pensada de antemano.
Así que no sé cuánto tendrás que esperar para volver a ver mis barbas. Ni
siquiera sé si seré yo, después de tantos años, el que venga. Porque a veces me
da un pequeño dolor en la rodilla izquierda y cuando conduzco se me agrava.
Espero que no vaya a más porque me temo que llegará el momento en que las
chicas no puedan aliviarme con sus ungüentos.
Puede que te dé por repetir mi historia, a
tu manera, a tus conocidos. Da igual. Aunque lo intenten por todos los medios
que tenéis ahora en vuestro mundo tan moderno, jamás lograrían encontrar el
sitio del que te he estado hablando. Y quizás te tomen por loco.
Sé, mi querido amigo, que estás solo. Que no
pierdes nada si lo dejas todo.
No, aún no te voy a decir cómo y por qué lo
sé. Pero sientes que tengo razón y eso es lo que importa.
Volverás a ver el azul del cielo, el verde
de las plantas, y el rojo de la sangre de tus heridas, como quiso el Creador que los vieras, porque
mi mundo, ese que algunos llaman rural o rústico, tiene sus colores tan
purificados como la primera vez que la luz del sol iluminó este planeta.
Si quieres te vienes conmigo en ese furgón
que ves ahí.
Perdona un momento. Creo que deberíamos
entrar. Ya han atendido a las dos personas que estaban delante de mí y creo que
me toca. Pasa, pasa tú primero. Pero recuerda, chitón ahí dentro.
-¡Sí, amigo! ¿Ya es mi turno? ¡Le digo
ahora… !