Se pinchó, con
un alfiler, la yema del dedo índice de la mano derecha y la sangre no paraba de
fluir. Por mucho que se metiera el dedo en la boca y lo pellizcara con los
dientes, y libara el líquido rojo hasta empalidecer la zona del puntito, la
pequeña hemorragia no remitía.
Pero esto no le
preocupaba, pues sabía que por esa nimiedad no iba a desangrarse. Lo que de
verdad le preocupaba era que la chica más hermosa del mundo estaba a punto de
aparecer y que no iba a poder controlar las posibles manchas en su vestido,
cuando la abrazara, allí, en medio del silencio de la biblioteca, en alguno de
sus pasillos menos visitados, antes de darle una rosa y el papel con la
declaración de amor, escrita con su sangre enamorada.
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