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sábado, 28 de abril de 2012

El comienzo ¿El comienzo? ¡El comienzo!

   Yendo contra supersticiosas tradiciones de la mayoría de los escritores de no dar a conocer nada de su nueva obra en construcción hasta que ésta no esté acabada y publicada, yo sí me atrevo a adelantar el comienzo de lo que va a ser mi nueva obra de ciencia fricción (¡No! no he cometido un error ortográfico: CIENCIA FRICCIÓN, una nueva modalidad de ciencia ficción de cuyo término tomo posesión DESDE AHORA MISMO). 
   Tengo intención de hacerla precuela o secuela de mi anterior novela corta LUZTRAGALUZ. Si es una u otra se decidirá con el desarrollo de la historia. Ya me diréis qué os parece. Gracias.


   Las manadas de manintamus pastaban dócilmente las rojas hojas de cuseria. Éstas fermentarían en sus aparatos digestivos y les provocarían un efecto narcotizador que los haría desfallecer y caer al suelo. Dormidos, el ciclo digestivo les haría rumiar su alimento y excretar por la boca un líquido viscoso que, en contacto con el aire y su temperatura ambiente, se solidificaría formando masas compactas de fertilizante muy apreciado para la actividad agrícola del planeta.
   “Cuando dejemos atrás los ecos del radar que indican núcleos acumulativos de sujetos-obstáculo, volveremos al nivel centimétrico de flotación”
   Más prados de cuseria. Oteó en busca de la Gran Esfera.
   Los parámetros ecolocativos ya indicaban vía despejada para mode normal de rodaje.
   La Gran Esfera se acercaba a trompicones.
   Algunas maniobras circulares rompían el equilibrio de fuerzas en favor de la centrífuga y tenía que asirse con desesperación al anclaje de estabilidad, aunque sabía que nunca podría salir expelido. La reacción era involuntaria, irreflexiva, pero le hacía sentirse alerta y en buena forma.
   Llegó.
   Oprimió el botón adecuado y la portezuela giró sobre sus goznes, no siendo necesaria la extensión telescópica de una banda portadora ya que el vehículo se mantenía en flotación mínima, por lo que no tuvo más que dar un paso, equivalente al descenso de un peldaño de escala.
   Una vez en tierra firme, dejó tras de sí el afluente y se internó en una senda guijarrosa, que emitía sonidos grotescos bajo los pies descompasados.
   El edificio no tenía aristas a las que agarrarse, ni ángulos en los que guarecerse.
   A través de escaparates traslúcidos de la estructura, veía moverse siluetas difusas en febril tarea. Macrolaberinto polidisciplinar con pasillos radiales ramificándose a lo alto y a lo largo.
   Distraído, una fuerza invisible le aspiró, hasta alcanzar una zona neutra en un cilindro antigravedad, donde una acción-reacción compensada le mantuvo flotando. No sabiendo qué siguiente movimiento ejecutar, esperó instrucciones: Un susurro le indicó asirse a una de las barras longitudinales adosadas a la generatriz. Y el cilindro se desplazó hacia una luz difusa en las alturas.
   Cuando creyó que iba a chocar contra una de las paredes curvadas, se detuvo en seco y bajo sus pies se materializó un embaldosado que desembocaba en una puerta oculta en la pared. Se internó y bajó las escaleras que llegaban hasta el templo.
   -Tú debes de ser Insavik, ¿verdad?
   Al muchacho le sonó retórica aquella pregunta. Preguntas tontas que venían de personas presuntamente inteligentes. Sin embargo, asintió y lanzó una mirada de aprobación a su abuelo, al que no había conocido hasta ese momento.
  








sábado, 21 de abril de 2012

microrrelato: Manifiesto de un mundo inútil


Pter es una unidad.
Una unidad de cosas con las que se mide el alma.
Con la que se tienen visiones al pasar las nubes.
Pter es más que una palabra en un mundo sin habla; con la que está todo dicho si un niño no mama.
De todos esos temores que nunca te alcanzan. De lo que no llamas a gritos porque la voz no te alcanza. De las cortinas y medias que sin el tacto se rasgan.
Del mal que no almuerza, de la luz que te sana porque es sana.
Pter es la unidad del signo que falta. A la que hay que saber obsequiar una de las magnitudes de lo improbable. Con la que se es feliz en un abrazo sin fin.
De todo lo que parece mucho y resulta que no es nada.
Y el mundo, danzando al son de la desesperanza buscando el canto de un loco que no brama.
Sabiendo que a veces se luce, que a veces se apaga.
Y estando partido, el Pter microhumano engaña.
Te hace ver lo que ves, oír lo que es y sentenciar para que los mares se abran.
La primera vez que utilice un Pter se me escapó el alma, la cabeza me vibró anonadada y el corazón se desparramó en las arterias y venas vanas.
Con un cielo nublado y una cegadora niebla extraña, con el sabor ácido en la boca y el agridulce de la sangre que amenaza, apuré las horas que no me decían nada y embaucaba a mi yo extraño.
Hasta ese momento, en la rutina macabra.
A partir de Pter, en la apertura de mis centros, insana, y empecé a absorber más que a ser y dejé que me envolviera la nueva dimensión.
Cada uno de los segundos en que Pter me increpó me sentí morir, no ser nada, angustiado por pensar en el momento en que Pter me dejara.
Sé que soy lo que soy porque no creo en nada, porque los pensamientos de otros me perforan el ego ya que quiero ser más que ellos cuando a veces soy una nulidad en ciertos asuntos, en sapiencias absurdas que ellos creen sagradas.
Me aburre cacarear conocimientos intrascendentes y me bullen respuestas cifradas que no aclaran.
Con Pter carraspeo asperezas que molestan por su sinceridad, y no me importan las consecuencias.
Exijo que el prójimo se mire su propio ombligo y reflexione, que la inmadurez se desvanezca, que se diluya la incongruencia de las ambiciones estériles.
Con Pter se vaticinan sangres, se buscan, por fin, soluciones.
A lo largo, a lo ancho, en su profundidad, en otras expansivas dimensiones, bástame la seguridad que Pter actúa para dormir mis obsesiones.
Pter es la unidad de la lucha, la implosión de la batalla enorme.
A menudo Pter desconcierta con sus maneras.
Te hace ver que enloqueces sin estar lo suficientemente centrado para darte cuenta de ello.
La vida transcurre sin Pter pero con ello se dulcifica, se ilumina en la plenitud y se hace negro perpetuo en la nada.
Cuando anoche soñé que no era nadie, que no era nada, y siendo nada ni nadie aparecía alguien. Ese alguien era Pter personificado en la capacidad interna de la divinidad sublimada.
Con las demencias que llegas a pensar, cuando no tienes objetos a los que agarrar tus.........
Si finges, Pter se da cuenta, si eres demasiado sincero, Pter se rebela.
Es una estupidez intentar engañarte porque sabes que engañas a Pter y si no te importa, reza para que no te persiga hasta el fin de tus días sus ideas iluminadas.
Para que dejes de creer que todas son casualidades.
Te dirán sobre el destino marcado desde el nacimiento. Sobre la falta de libertad promulgada en las religiones.
Pter te apabullará con su función aleatoria y podrás creer que Pter eres tú mineralizándote en la consciencia y que antes de ella no había nada. Creerás falacias y a mesías. Charlatanes eternos que se aprovechan del desconocimiento, no de la inocencia.
La magnitud de Pter, inmensurable.
Hago que observo el microcosmos de mi mano derecha pues seguro es que existen planetas y constelaciones enteras en la izquierda pero de un otro signo contrario. El equilibrio que hace que no me balancee de lado a lado al andar.
El mal de un lado contrapone al bien del otro, el de la otra mano, el del otro pie, el del costado contrario.
Y lo más gracioso es que Pter sabe de todo ello y lo explota al máximo para mantenerme contento. Pter es el riesgo.
Pter, la búsqueda. El sentido de la aventura.
Pter es la fantasía que no sublima las apetencias de un ser desgastado como el presente, en el que todos nos vaciamos en una distancia que no genera ningún orden, sin querer saber de amuletos, sin querer reconocer en el prójimo un espíritu afín.
Sin embargo, Pter te lleva a reconocer las fantasías del ser ajeno que renueva la sabiduría de un mundo que nunca debió existir.
Sin ese espíritu no se doblega uno al mejor objetivo, el del quehacer del ser externo, en el que Pter desespera porque no puede crecer. Por lo tanto, Pter es manifiesto de un mundo inútil.

martes, 17 de abril de 2012

Un cuento: LUNA


   En la Caverna de las Abluciones, los hombres y mujeres se hacían merecedores del amor de la Tierra, a la que ellos llamaban Madre.
   Y después, con los pies aún mojados, se dirigían todos en fila al exterior para dejarse abrazar por las ramas de los árboles y acariciar por los arbustos florecidos.
   La bendición caía, entonces, sobre ellos. El Sol se despedía perdiéndose bajo el contorno del planeta. Y si el amanecer había sembrado la repurificación de sus almas, el apogeo emancipaba sus espíritus.
   La dicha les extasiaba pues el ocaso premiaba sus vidas dándoles esperanzas de continuarlas en un estado de pureza absoluta.
   Abrazando los recios troncos, aspirando los efluvios de la flora, admirando la mixtura de los colores, sabían que, con la oscuridad, se escaparía el hechizo y se borraría todo vestigio de belleza.
   En las noches de Luna Llena se alargaba el efecto y las jornadas no se consumían hasta que retornara la total falta de claridad.
   Fue en uno de aquellos plenilunios cuando apareció un tal Lam Am, proveniente de lejanas tierras. En seguida le aceptaron como miembro de su comunidad, tan cerrada para otros que lo habían intentado en el pasado.
   Siempre había existido cierta anarquía grupal. Sin saber cómo canalizar sus intenciones vitales se sentían faltos de líder, y Lam Am, desde el principio, les orientó sobre sus ansias haciéndolas converger en un fin común.
   -Os digo que he venido para que abráis los ojos. De donde he venido hay más hombres distintos en todo a nosotros, existen otras tierras que sustentan otras muchas formas de vida inteligente.
   -Dinos, Lam Am, ¿cómo sabes tú eso?
   Lam Am, con sus brazos levantados al cielo, sonreía con cada uno de sus interrogantes.
   -Estuve entre ellos durante décadas, aunque nunca pude llegar a ser como ellos. Cuando decidí dejarles, me consideraron rebelde, pues siempre creyeron que me había dejado arrastrar por su Sistema- el fulgor azul de la Luna se reflejaba en su sudorosa faz-. Los que allí habitan tienen muchas comodidades que les hacen la vida más fácil. No trabajan, como nosotros, la tierra para obtener sus frutos. Ya no realizan esfuerzos físicos de ningún tipo para sentirse útiles. Lo son de otra manera, o eso creen ellos.
   Rodeados de sus chozas, construidas con juncos ribereños del río, tan cargado de vida, del que extraían parte de sus nutrientes, la supremacía mental del orador era, para todos ellos, un signo claro de intervención divina. No se sentían, sin embrago, doblegados por ella.
   -Atormentado por la miseria humana, allá donde esté presente, trato de encontrar una salida a las ilusiones que me he hecho sobre el modo de ayudar a los demás.
   Un hombre de edad avanzada, falto de dientes, falto de cabello, falto de reflejos, abandonó la posición sedente en la que todos escuchaban a Lam Am y se dirigió hacia él, con resignación, con un brillo especial en su mirada que sólo los más cercanos al maestro podían ver.
   -Dinos, Lam Am, ¿qué estás planteando? Hubo antes de ti otros que quisieron enseñarnos el camino. Siempre buscando la evolución que estaba escondida a los ojos de los más sabios. ¿Por qué debería ser distinto esta vez? ¿Qué diferencia habría?
   Lam Am no era un advenedizo. Lam Am no era un improvisador. Sabía por qué estaba allí. Y no se iba a dejar amedrentar por el pasado de aquellos a los que hablaba.
   -Decido pues que todo tiene un sentido y que alguien produjo ese sentido. Ya tengo un objetivo: buscarlos a ambos. Y en ello estoy. Pero no contento con ello, quiero que los demás hagan lo mismo. Es delicioso, inconmensurablemente magnífico irse encontrando poco a poco a uno mismo. Cuanto más me doy cuenta de quién soy, por qué soy y para qué soy, más ganas tengo de comprender a los demás, a los que recorren la misma senda que yo, y los que no, para que empiecen a recorrerla. A veces me pregunto: ¿Y después qué? Cuando me haya conocido totalmente, ¿qué debo hacer? La respuesta es siempre la misma: Nunca llegaré a conocerme de verdad, porque el mismo hecho de estar haciéndolo me hace ir subiendo escalones de mi evolución interna, escalones que separan niveles que son desconocidos para mí, y así siempre, y así siempre. Y después, de vuelta a encontrar al prójimo.
   El hombre mayor, de cuyo nombre nadie se acordaba, levantó en el aire el cayado en el que se apoyaba y, ante la mirada horrorizada de Lam Am, lo hizo chocar varias veces contra su cráneo. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada.
   Lam Am, desfigurado el rostro, inservibles sus ojos, lanzó un grito desesperado, fruto más de las heridas de su alma que las de su cuerpo, ambas las que estaban acabando con su vida.
   -¡¿Por qué?!
   El hombre mayor, aún de pie frente al guiñapo sanguinolento, sonrió y miró con complicidad a sus vecinos, y casi ininteligiblemente, por la falta de dientes, por la falta de labios, dijo algo al agujero en la cabeza de Lam Am, donde minutos antes debió haber una oreja, que era más un mensaje destinado a sí mismo que para aquel al que se le escapaba el último hálito.
   -Quizá esté loco. Quizá el loco lo hayas sido tú. En cualquier caso, he querido ayudarte a evolucionar. Intenta volver del lugar a dónde vas y cuéntanos qué has visto. Eso también nos ayudará en nuestra búsqueda. Hasta entonces, gracias.
   Se incorporó, lamió el extremo del báculo con fruición y dando la espalda al cadáver se dirigió a la Caverna de las Abluciones.
   Cuando la luz de la Luna dejó de proyectarse sobre su persona, el grupo tomó la parte de divinidad que le correspondía, y cada trozo de carne, cada víscera, cada hueso, fue tomado, en su justa medida, como parte del amor de la Tierra, a la que ellos llamaban Madre.

viernes, 13 de abril de 2012

CUARENTA Y NUEVE MINUTOS


        No hay nada peor que subirse al tren sin un libro al que echarle los ojos.
   Mirar a los demás e intentar esquivar sus miradas. Y bostezar, bostezar continuamente. Y recitar mentalmente las estaciones que faltan para llegar a la tuya. Y en cada una de las paradas, la cuenta atrás para terminar el suplicio.
   Te imaginas que la maciza que tienes enfrente te echa reojos provocadores. Pero sólo te lo imaginas, ya que no te atreves a mirar directamente, no vaya a ser que el que está al lado sea su novio, o esposo, y acabes con la boca partida. O se sienta insultada. O lo que es peor, que te mire con desprecio porque tu físico le desagrade. Ya le gustaría un tipo cachas, rubio con ojos azules y que marcara un buen paquete.
   Y si miras al negro del maletón, que qué miras, que eres un racista. Que nuestros abuelos y padres también emigraron para buscarse el pan de cada día. Así que chitón, que ellos también tienen derecho. Pero si yo no he dicho nada.
   Si me hubiera acordado de traerme el libro no sentiría la vergüenza de los que te recriminan por qué no le has dado una limosna al cantante sudamericano que ha desgañitado una canción inconclusa porque tiene que subirse al siguiente vagón antes que lo localicen los de seguridad.
   No estaría al acecho de alguna embarazada, anciano o inválido para cumplir con el deber cívico de dejarle mi asiento y dar ejemplo de solidaridad que en otras circunstancias destacaría por su ausencia. Y claro, mientras los demás siguen bien sentaditos tú te bajarás en tu estación con un buen dolor de riñones, de estar tanto tiempo de pie.
   Y estaría zambulléndome en otros paisajes, en otras pieles, en otros sentimientos. Y no en la cruda realidad que me rodea. Me evadiría de los pensamientos oscuros que me acechan cuando rememoro el planning laboral, cuando los espíritus malignos de los trepas no hacen más que mandarme malas vibraciones para que caiga del pedestal al que ellos quieren llegar. Aunque si estoy tan bien colocado, qué me impide coger el coche para desplazarme hasta mi lugar de curro. Mi conciencia ecológica, y ¡narices! hay que admitirlo, lo racano que soy, que la gasolina está por las nubes. A ellos, ¿qué les importa? Búsquense otra víctima. Que ya tengo yo bastante con tener que aguantar los caprichos del patrón, cual proletario oprimido.
   Si no me hubiera centrado en comprobar que la fiambrera no se volcaba dentro del maletín y manchaba con los jugos del manduqueo todos los informes que tengo que presentar a primerísima hora. Si no hubiera contado una y otra vez los diferentes llaveros con innumerables llaves que son más un símbolo de la confianza que han vertido sobre mí los mandamases que algo práctico que se arreglaría con las dos o tres que utilizo siempre, para el local de las oficinas, para el coche de la empresa y para los almacenes de material. Si no me hubiera puesto a repasar los sobres, menos mal que ya sellados, que tengo que meter en el buzón de la primera esquina que doblo para venir a la estación. Sin tantos “si no” no me hubiera olvidado sobre la mesilla del recibidor mi estupendo libro de aventuras que estoy a punto de terminar, deseando volver a la biblioteca para pedir prestado otro.
   Y si todo va bien, si no hay corte de fluido eléctrico, o alguno de esos problemas ajenos a la compañía de ferrocarriles, o alguna huelga de conductores de la que no me haya enterado porque siempre voy distraído por la vida, serán cuarenta y nueve minutos, contados por cronómetro, para desembocar en el paradero que está a cinco minutos andando de la parada del autobús que me dejará a diez minutos a pie de la puerta de mi trabajo. Y todo ello sin libro que devorar, o por lo menos algún periódico de esos gratuitos llenos de propaganda política subliminal que no he podido conseguir de esos amables repartidores por haberse agotado, aunque ya estoy acostumbrado que unas veces no me los den por coger el tren demasiado temprano o por hacerlo demasiado tarde. Nunca consigo coincidir con ellos.
   Y los anuncios pegados en el interior del vagón me aburren por ser los de todos los días que ya tengo aprendidos de memoria. Y el estudio del plano de los trayectos de los que se compone el servicio de cercanías, con los que hago hipotéticos viajes por confluencias, transbordos y estaciones centrales. Ya no me queda nada que leer.
   Aunque si soy un poco avispado podré echarle un vistazo por encima al periódico pagado del vecino. Hasta que se dé cuenta y con un refunfuño me advierta que está harto de los gorrones y con un simple movimiento de manos lo haga desaparecer de  mi campo visual.
   Hay que ver lo que me hubiera evitado si me hubiera traído mi libro.
   Hasta por el hecho de concentrarme en el texto hubiera desaparecido de mis sentidos esa musiquilla enlatada que se corta cada dos por tres cuando la otra voz, también en diferido, te anuncia la próxima estación. A veces a tanto volumen que te desconcierta y otras tan bajo que no logras discernir de qué pieza se trata, que tal vez traería a tu cabeza recuerdos de alguna película entrañable, o la imagen sonriente de alguna chica con la que saliste a aquel pub donde la estaba pinchando un disc jockey afanado y mal pagado. O cuando reproducen mal la cinta de las paradas y te las dicen en sentido inverso, cuando te anuncian que estás a punto de llegar a donde ya has estado hace media hora.
   Con mi libro en la mano, podría estar en cualquier posición, aguantando apretujones, pisotones y malos olores de algunos que olvidan asearse por las mañanas, seguirían mis ojos fijos en las palabras, en el caudal de mensajes, acariciando las tapas resbaladizas, haciendo malabarismos para poder agarrarme al asidero y poder pasar a la siguiente página. Riendo o temblando de emoción. A mi bola.
   Ya estoy llegando a mi destino.
   Aunque pensándolo bien, a veces me relajo tanto que con el libro sobre mi regazo no puedo evitar echar una cabezadita, y más de una vez, y de dos, me he pasado de estación.
   Cosas de la vida. Nunca estamos contentos. Pero sigo en mis trece: No hay nada peor que subirse al tren sin un libro que echarse a los ojos. 



También lo puedes encontrar en audiocuento en mi canal de YouTube: http://www.youtube.com/watch?v=y48nmULXedk