En la Caverna de las Abluciones, los hombres
y mujeres se hacían merecedores del amor de la Tierra, a la que ellos llamaban
Madre.
Y después, con los pies aún mojados, se
dirigían todos en fila al exterior para dejarse abrazar por las ramas de los
árboles y acariciar por los arbustos florecidos.
La bendición caía,
entonces, sobre ellos. El Sol se despedía perdiéndose bajo el contorno del
planeta. Y si el amanecer había sembrado la repurificación de sus almas, el
apogeo emancipaba sus espíritus.
La dicha les extasiaba pues el ocaso
premiaba sus vidas dándoles esperanzas de continuarlas en un estado de pureza
absoluta.
Abrazando los recios troncos, aspirando los
efluvios de la flora, admirando la mixtura de los colores, sabían que, con la
oscuridad, se escaparía el hechizo y se borraría todo vestigio de belleza.
En las noches de Luna Llena se alargaba el
efecto y las jornadas no se consumían hasta que retornara la total falta de claridad.
Fue en uno de aquellos plenilunios cuando
apareció un tal Lam Am, proveniente de lejanas tierras. En seguida le aceptaron
como miembro de su comunidad, tan cerrada para otros que lo habían intentado en
el pasado.
Siempre había existido cierta anarquía
grupal. Sin saber cómo canalizar sus intenciones vitales se sentían faltos de
líder, y Lam Am, desde el principio, les orientó sobre sus ansias haciéndolas
converger en un fin común.
-Os digo que he venido para que abráis los
ojos. De donde he venido hay más hombres distintos en todo a nosotros, existen
otras tierras que sustentan otras muchas formas de vida inteligente.
-Dinos, Lam Am, ¿cómo sabes tú eso?
Lam Am, con sus brazos levantados al cielo,
sonreía con cada uno de sus interrogantes.
-Estuve entre ellos durante décadas, aunque
nunca pude llegar a ser como ellos. Cuando decidí dejarles, me consideraron
rebelde, pues siempre creyeron que me había dejado arrastrar por su Sistema- el
fulgor azul de la Luna se reflejaba en su sudorosa faz-. Los que allí habitan
tienen muchas comodidades que les hacen la vida más fácil. No trabajan, como
nosotros, la tierra para obtener sus frutos. Ya no realizan esfuerzos físicos
de ningún tipo para sentirse útiles. Lo son de otra manera, o eso creen ellos.
Rodeados de sus chozas, construidas con
juncos ribereños del río, tan cargado de vida, del que extraían parte de sus
nutrientes, la supremacía mental del orador era, para todos ellos, un signo
claro de intervención divina. No se sentían, sin embrago, doblegados por ella.
-Atormentado por la miseria humana, allá
donde esté presente, trato de encontrar una salida a las ilusiones que me he
hecho sobre el modo de ayudar a los demás.
Un hombre de edad avanzada, falto de
dientes, falto de cabello, falto de reflejos, abandonó la posición sedente en
la que todos escuchaban a Lam Am y se dirigió hacia él, con resignación, con un
brillo especial en su mirada que sólo los más cercanos al maestro podían ver.
-Dinos, Lam Am, ¿qué estás planteando? Hubo
antes de ti otros que quisieron enseñarnos el camino. Siempre buscando la
evolución que estaba escondida a los ojos de los más sabios. ¿Por qué debería
ser distinto esta vez? ¿Qué diferencia habría?
Lam Am no era un advenedizo. Lam Am no era
un improvisador. Sabía por qué estaba allí. Y no se iba a dejar amedrentar por
el pasado de aquellos a los que hablaba.
-Decido pues que todo tiene un sentido y que
alguien produjo ese sentido. Ya tengo un objetivo: buscarlos a ambos. Y en ello
estoy. Pero no contento con ello, quiero que los demás hagan lo mismo. Es
delicioso, inconmensurablemente magnífico irse encontrando poco a poco a uno
mismo. Cuanto más me doy cuenta de quién soy, por qué soy y para qué soy, más
ganas tengo de comprender a los demás, a los que recorren la misma senda que
yo, y los que no, para que empiecen a recorrerla. A veces me pregunto: ¿Y
después qué? Cuando me haya conocido totalmente, ¿qué debo hacer? La respuesta
es siempre la misma: Nunca llegaré a conocerme de verdad, porque el mismo hecho
de estar haciéndolo me hace ir subiendo escalones de mi evolución interna,
escalones que separan niveles que son desconocidos para mí, y así siempre, y
así siempre. Y después, de vuelta a encontrar al prójimo.
El hombre mayor, de cuyo nombre nadie se
acordaba, levantó en el aire el cayado en el que se apoyaba y, ante la mirada
horrorizada de Lam Am, lo hizo chocar varias veces contra su cráneo. Nadie dijo
nada. Nadie hizo nada.
Lam Am, desfigurado el rostro, inservibles
sus ojos, lanzó un grito desesperado, fruto más de las heridas de su alma que
las de su cuerpo, ambas las que estaban acabando con su vida.
-¡¿Por qué?!
El hombre mayor, aún de pie frente al
guiñapo sanguinolento, sonrió y miró con complicidad a sus vecinos, y casi
ininteligiblemente, por la falta de dientes, por la falta de labios, dijo algo
al agujero en la cabeza de Lam Am, donde minutos antes debió haber una oreja,
que era más un mensaje destinado a sí mismo que para aquel al que se le
escapaba el último hálito.
-Quizá esté loco. Quizá el loco lo hayas
sido tú. En cualquier caso, he querido ayudarte a evolucionar. Intenta volver
del lugar a dónde vas y cuéntanos qué has visto. Eso también nos ayudará en
nuestra búsqueda. Hasta entonces, gracias.
Se incorporó, lamió el extremo del báculo
con fruición y dando la espalda al cadáver se dirigió a la Caverna de las
Abluciones.
Cuando la luz de la Luna dejó de proyectarse
sobre su persona, el grupo tomó la parte de divinidad que le correspondía, y
cada trozo de carne, cada víscera, cada hueso, fue tomado, en su justa medida,
como parte del amor de la Tierra, a la que ellos llamaban Madre.
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