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martes, 17 de abril de 2012

Un cuento: LUNA


   En la Caverna de las Abluciones, los hombres y mujeres se hacían merecedores del amor de la Tierra, a la que ellos llamaban Madre.
   Y después, con los pies aún mojados, se dirigían todos en fila al exterior para dejarse abrazar por las ramas de los árboles y acariciar por los arbustos florecidos.
   La bendición caía, entonces, sobre ellos. El Sol se despedía perdiéndose bajo el contorno del planeta. Y si el amanecer había sembrado la repurificación de sus almas, el apogeo emancipaba sus espíritus.
   La dicha les extasiaba pues el ocaso premiaba sus vidas dándoles esperanzas de continuarlas en un estado de pureza absoluta.
   Abrazando los recios troncos, aspirando los efluvios de la flora, admirando la mixtura de los colores, sabían que, con la oscuridad, se escaparía el hechizo y se borraría todo vestigio de belleza.
   En las noches de Luna Llena se alargaba el efecto y las jornadas no se consumían hasta que retornara la total falta de claridad.
   Fue en uno de aquellos plenilunios cuando apareció un tal Lam Am, proveniente de lejanas tierras. En seguida le aceptaron como miembro de su comunidad, tan cerrada para otros que lo habían intentado en el pasado.
   Siempre había existido cierta anarquía grupal. Sin saber cómo canalizar sus intenciones vitales se sentían faltos de líder, y Lam Am, desde el principio, les orientó sobre sus ansias haciéndolas converger en un fin común.
   -Os digo que he venido para que abráis los ojos. De donde he venido hay más hombres distintos en todo a nosotros, existen otras tierras que sustentan otras muchas formas de vida inteligente.
   -Dinos, Lam Am, ¿cómo sabes tú eso?
   Lam Am, con sus brazos levantados al cielo, sonreía con cada uno de sus interrogantes.
   -Estuve entre ellos durante décadas, aunque nunca pude llegar a ser como ellos. Cuando decidí dejarles, me consideraron rebelde, pues siempre creyeron que me había dejado arrastrar por su Sistema- el fulgor azul de la Luna se reflejaba en su sudorosa faz-. Los que allí habitan tienen muchas comodidades que les hacen la vida más fácil. No trabajan, como nosotros, la tierra para obtener sus frutos. Ya no realizan esfuerzos físicos de ningún tipo para sentirse útiles. Lo son de otra manera, o eso creen ellos.
   Rodeados de sus chozas, construidas con juncos ribereños del río, tan cargado de vida, del que extraían parte de sus nutrientes, la supremacía mental del orador era, para todos ellos, un signo claro de intervención divina. No se sentían, sin embrago, doblegados por ella.
   -Atormentado por la miseria humana, allá donde esté presente, trato de encontrar una salida a las ilusiones que me he hecho sobre el modo de ayudar a los demás.
   Un hombre de edad avanzada, falto de dientes, falto de cabello, falto de reflejos, abandonó la posición sedente en la que todos escuchaban a Lam Am y se dirigió hacia él, con resignación, con un brillo especial en su mirada que sólo los más cercanos al maestro podían ver.
   -Dinos, Lam Am, ¿qué estás planteando? Hubo antes de ti otros que quisieron enseñarnos el camino. Siempre buscando la evolución que estaba escondida a los ojos de los más sabios. ¿Por qué debería ser distinto esta vez? ¿Qué diferencia habría?
   Lam Am no era un advenedizo. Lam Am no era un improvisador. Sabía por qué estaba allí. Y no se iba a dejar amedrentar por el pasado de aquellos a los que hablaba.
   -Decido pues que todo tiene un sentido y que alguien produjo ese sentido. Ya tengo un objetivo: buscarlos a ambos. Y en ello estoy. Pero no contento con ello, quiero que los demás hagan lo mismo. Es delicioso, inconmensurablemente magnífico irse encontrando poco a poco a uno mismo. Cuanto más me doy cuenta de quién soy, por qué soy y para qué soy, más ganas tengo de comprender a los demás, a los que recorren la misma senda que yo, y los que no, para que empiecen a recorrerla. A veces me pregunto: ¿Y después qué? Cuando me haya conocido totalmente, ¿qué debo hacer? La respuesta es siempre la misma: Nunca llegaré a conocerme de verdad, porque el mismo hecho de estar haciéndolo me hace ir subiendo escalones de mi evolución interna, escalones que separan niveles que son desconocidos para mí, y así siempre, y así siempre. Y después, de vuelta a encontrar al prójimo.
   El hombre mayor, de cuyo nombre nadie se acordaba, levantó en el aire el cayado en el que se apoyaba y, ante la mirada horrorizada de Lam Am, lo hizo chocar varias veces contra su cráneo. Nadie dijo nada. Nadie hizo nada.
   Lam Am, desfigurado el rostro, inservibles sus ojos, lanzó un grito desesperado, fruto más de las heridas de su alma que las de su cuerpo, ambas las que estaban acabando con su vida.
   -¡¿Por qué?!
   El hombre mayor, aún de pie frente al guiñapo sanguinolento, sonrió y miró con complicidad a sus vecinos, y casi ininteligiblemente, por la falta de dientes, por la falta de labios, dijo algo al agujero en la cabeza de Lam Am, donde minutos antes debió haber una oreja, que era más un mensaje destinado a sí mismo que para aquel al que se le escapaba el último hálito.
   -Quizá esté loco. Quizá el loco lo hayas sido tú. En cualquier caso, he querido ayudarte a evolucionar. Intenta volver del lugar a dónde vas y cuéntanos qué has visto. Eso también nos ayudará en nuestra búsqueda. Hasta entonces, gracias.
   Se incorporó, lamió el extremo del báculo con fruición y dando la espalda al cadáver se dirigió a la Caverna de las Abluciones.
   Cuando la luz de la Luna dejó de proyectarse sobre su persona, el grupo tomó la parte de divinidad que le correspondía, y cada trozo de carne, cada víscera, cada hueso, fue tomado, en su justa medida, como parte del amor de la Tierra, a la que ellos llamaban Madre.

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