Mirar a los demás e intentar
esquivar sus miradas. Y bostezar, bostezar continuamente. Y recitar mentalmente
las estaciones que faltan para llegar a la tuya. Y en cada una de las paradas,
la cuenta atrás para terminar el suplicio.
Te imaginas que la maciza que
tienes enfrente te echa reojos provocadores. Pero sólo te lo imaginas, ya que
no te atreves a mirar directamente, no vaya a ser que el que está al lado sea
su novio, o esposo, y acabes con la boca partida. O se sienta insultada. O lo que es peor, que te mire con
desprecio porque tu físico le desagrade. Ya le gustaría un tipo cachas, rubio con
ojos azules y que marcara un buen paquete.
Y si miras al negro del maletón,
que qué miras, que eres un racista. Que nuestros abuelos y padres también
emigraron para buscarse el pan de cada día. Así que chitón, que ellos también
tienen derecho. Pero si yo no he dicho nada.
Si me hubiera acordado de traerme
el libro no sentiría la vergüenza de los que te recriminan por qué no le has
dado una limosna al cantante sudamericano que ha desgañitado una canción
inconclusa porque tiene que subirse al siguiente vagón antes que lo localicen
los de seguridad.
No estaría al acecho de alguna
embarazada, anciano o inválido para cumplir con el deber cívico de dejarle mi
asiento y dar ejemplo de solidaridad que en otras circunstancias destacaría por
su ausencia. Y claro, mientras los demás siguen bien sentaditos tú te bajarás
en tu estación con un buen dolor de riñones, de estar tanto tiempo de pie.
Y estaría zambulléndome en otros
paisajes, en otras pieles, en otros sentimientos. Y no en la cruda realidad que
me rodea. Me evadiría de los pensamientos oscuros que me acechan cuando
rememoro el planning laboral, cuando los espíritus malignos de los trepas no
hacen más que mandarme malas vibraciones para que caiga del pedestal al que
ellos quieren llegar. Aunque si estoy tan bien colocado, qué me impide coger el
coche para desplazarme hasta mi lugar de curro. Mi conciencia ecológica, y
¡narices! hay que admitirlo, lo racano que soy, que la gasolina está por las
nubes. A ellos, ¿qué les importa? Búsquense otra víctima. Que ya tengo yo
bastante con tener que aguantar los caprichos del patrón, cual proletario
oprimido.
Si no me hubiera centrado en
comprobar que la fiambrera no se volcaba dentro del maletín y manchaba con los
jugos del manduqueo todos los informes que tengo que presentar a primerísima
hora. Si no hubiera contado una y otra vez los diferentes llaveros con
innumerables llaves que son más un símbolo de la confianza que han vertido
sobre mí los mandamases que algo práctico que se arreglaría con las dos o tres
que utilizo siempre, para el local de las oficinas, para el coche de la empresa
y para los almacenes de material. Si no me hubiera puesto a repasar los sobres,
menos mal que ya sellados, que tengo que meter en el buzón de la primera
esquina que doblo para venir a la estación. Sin tantos “si no” no me hubiera
olvidado sobre la mesilla del recibidor mi estupendo libro de aventuras que
estoy a punto de terminar, deseando volver a la biblioteca para pedir prestado
otro.
Y si todo va bien, si no hay corte
de fluido eléctrico, o alguno de esos problemas ajenos a la compañía de
ferrocarriles, o alguna huelga de conductores de la que no me haya enterado
porque siempre voy distraído por la vida, serán cuarenta y nueve minutos,
contados por cronómetro, para desembocar en el paradero que está a cinco
minutos andando de la parada del autobús que me dejará a diez minutos a pie de
la puerta de mi trabajo. Y todo ello sin libro que devorar, o por lo menos
algún periódico de esos gratuitos llenos de propaganda política subliminal que
no he podido conseguir de esos amables repartidores por haberse agotado, aunque
ya estoy acostumbrado que unas veces no me los den por coger el tren demasiado
temprano o por hacerlo demasiado tarde. Nunca consigo coincidir con ellos.
Y los anuncios pegados en el
interior del vagón me aburren por ser los de todos los días que ya tengo
aprendidos de memoria. Y el estudio del plano de los trayectos de los que se
compone el servicio de cercanías, con los que hago hipotéticos viajes por confluencias,
transbordos y estaciones centrales. Ya no me queda nada que leer.
Aunque si soy un poco avispado
podré echarle un vistazo por encima al periódico pagado del vecino. Hasta que
se dé cuenta y con un refunfuño me advierta que está harto de los gorrones y
con un simple movimiento de manos lo haga desaparecer de mi campo visual.
Hay que ver lo que me hubiera
evitado si me hubiera traído mi libro.
Hasta por el
hecho de concentrarme en el texto hubiera desaparecido de mis sentidos esa
musiquilla enlatada que se corta cada dos por tres cuando la otra voz, también
en diferido, te anuncia la próxima estación. A veces a tanto volumen que te
desconcierta y otras tan bajo que no logras discernir de qué pieza se trata,
que tal vez traería a tu cabeza recuerdos de alguna película entrañable, o la
imagen sonriente de alguna chica con la que saliste a aquel pub donde la estaba
pinchando un disc jockey afanado y mal pagado. O cuando reproducen mal la cinta
de las paradas y te las dicen en sentido inverso, cuando te anuncian que estás
a punto de llegar a donde ya has estado hace media hora.
Con mi libro en la mano, podría
estar en cualquier posición, aguantando apretujones, pisotones y malos olores
de algunos que olvidan asearse por las mañanas, seguirían mis ojos fijos en las
palabras, en el caudal de mensajes, acariciando las tapas resbaladizas,
haciendo malabarismos para poder agarrarme al asidero y poder pasar a la
siguiente página. Riendo o temblando de emoción. A mi bola.
Ya estoy llegando a mi destino.
Aunque pensándolo bien, a veces me
relajo tanto que con el libro sobre mi regazo no puedo evitar echar una
cabezadita, y más de una vez, y de dos, me he pasado de estación.
Cosas de la vida.
Nunca estamos contentos. Pero sigo en mis trece: No hay nada peor que subirse
al tren sin un libro que echarse a los ojos.
También lo puedes encontrar en audiocuento en mi canal de YouTube: http://www.youtube.com/watch?v=y48nmULXedk
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