Y mientras, el
forajido perverso y cruel que había abusado de ella, huía galopando. Y lo miró
con desprecio, mientras se abotonaba la camisa blanca llena de pelos y de babas.
Y lo maldijo en silencio mientras se volvía a ceñir las medias y se componía
las enaguas. Y con la uña del dedo índice de cada mano limpió las de la mano
contraria de los restos de piel y carne recogidos bajo ellas. Y escupiendo en
las palmas, se frotó la sangre coagulada antes de pasarlas por la falda
arremolinada.
Allí, en medio
de aquel desierto cuyo calor ya no era sofocante, no pudo mirarse en ningún
espejo, aunque éste hubiera sido de agua. Pero sabía que seguía siendo hermosa.
Y montó en su caballo y ató, con un lazo rosa, su cabello. Y pensó, con satisfacción
inmensa, que el otro, el puntito negro que se fundía en la calima del
horizonte, jamás podría volver a insultar con su mirada perversa a ninguna otra
mujer. Y estaba tan segura de ello como que eran los ojos del caballo los que
estaban dirigiendo el destino del repelente violador porque los otros, los
propios, estaban a buen recaudo dentro
del canalillo que los había tentado.
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