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sábado, 13 de septiembre de 2014

Colonizador 000001



El borde afilado de la plataforma central estaba clavado en el suelo. Las dos bandejas de transporte que la flanqueaban estaban en vilo y cubiertas sus superficies de las pisadas fijas de las botas de gala. Los pies que se las enfundaban, con los talones juntos y las puntas separadas por un ángulo de cincuenta grados. Las piernas rectas sostenían los cuerpos embutidos en los monos bicolores de giselo. Las manos desnudas se cruzaban a la altura de las pelvis, y los ojos perdidos en la formación que se les enfrentaba.

Silencio, que se rompió por pasos acompasados y risas espontáneas. Ojeó las castrenses hileras de ambos lados. Sonrió para sí y terminó abrazando al capitán, que le había animado a que bajara sin precauciones por la superficie de aspecto resbaladizo.

A una señal de su comandante, las estatuas que adornaban su paseo, genuflexionaron en acto de reverencia al solemne huésped que les abandonaba. Tocó suelo y enfiló sus pasos hacia la fila derecha, y no con poco esfuerzo, pues tenía que erguirse sobre la punta de sus pies, apretó las manos de los que le reverenciaban.

-Gracias. Gracias. Gracias. Gracias...

No esperaba respuesta. Repitió la operación con los del otro lado.

-¡Ojalá el destino tuviera a bien unirnos en otras circunstancias! ¡Hasta pronto!

El capitán le demostró un último afecto y retrocedió dejándolo sobre el firme del planeta.

Colonizador 000001 alejó su figura unas pocas decenas de metros, los suficientes para que el campo magnético de la nave no le alcanzara. Se quedó estático observando cómo se elevaban hasta ser un punto negro contra el naranja del cielo y cómo partían vertiginosamente hacia el punto de origen, La Tierra.


jueves, 31 de julio de 2014

Sin retorno



La despidió con el pañuelo a través de la ventanilla, tal como lo había visto hacer en mil y una películas cursis. Hasta que dejó de verla. Hasta que la velocidad le obligó a subir la hoja de cristal. Solo, ensimismado, decidió que, como le esperaba un viaje muy largo, mejor se pasaba durmiendo la mayor parte del mismo. Hasta que le despertara el revisor u otro pasajero que quisiera compartir el habitáculo.

No había traqueteo ni sonidos ni humos. Todo muy tranquilo. Perfecto para soñar y dejarse llevar al próximo destino. Porque sabía de qué estación había salido pero no a cuál iba a llegar. La única pista que le habían dado, antes de partir, fue que cuando estuviera a punto de llegar, atravesaría un túnel, y que al final de ese túnel habría una luz tan intensa que, aunque estuviera disfrutando el más profundo de los sueños, se despertaría maravillado y sobrecogido por una paz inmensa.






sábado, 31 de mayo de 2014

Confidencias

  


   Si vienes, descubrirás un mundo que creías que ya no existía.
   Estamos entre montañas, en un paraíso inencontrable en los mapas, porque así lo hemos querido quienes lo habitamos. Si vienes, debes jurar, sobre la Biblia, que no lo darás a conocer a nadie. Si incumplieses tu palabra…
   Ten en cuenta que podría estar diciéndote maravillas desde ahora hasta el amanecer de mañana y, aun así, no tendría bastante tiempo para relatártelas todas. ¡Es tanto lo que ganarías con el cambio de vida! Si vienes, te quedas a vivir, te lo aseguro.
   Recuerda que has sido tú el que me has preguntado mi edad nada más verme, porque mi aspecto te ha delatado algo especial que no ves en nadie en esta tienda, así que te ruego que tengas la valentía de afrontar el reto que supone hacer caso de las señales que estoy lanzando involuntariamente a tu entendimiento. 
   Te contaré, entonces, algo de los doscientos treinta y tres que somos. Pocos, lo sé.
   Como que Antonio, el leñador, trabaja para la comunidad cortando los árboles que, con su infinita paciencia y sabiduría, descubra como enfermos y que, pidiéndoles permiso e implorándoles perdón, den su visto bueno para ser sacrificados. Después los transporta, en su humilde camioneta, hasta Juan el serrador, quien los convierte en tablas para edificar nuestras casas. Debo decirte que tanto Antonio como Juan pertenecen a estirpes de oficios que se remontan a cientos, o quizá miles de años, y que las viviendas levantadas, desde entonces, siguen en pie, sin verse podridas sus maderas, salvo algunos escasos remiendos, gracias a la buena mano de nuestros carpinteros, la familia Estébanez, también de centenaria raigambre.
   Que esa leche que tenéis en la ciudad, que viene en ladrillos de papel duro, y que es tan impura como vuestro aire, allí no existe. Va en un cántaro de latón de veinticinco litros, y te la echa Segismundo con su cazo, también de latón, en todos los potes que quieras. Y podrás hacer mantequilla sana en tu casa, batiendo su nata a mano, con el tenedor de madera, hasta que te duela el brazo.
   Y beberás esa agua cristalina que sale de los caños de la Raimunda, nuestra fuente de manantial, tan fría como la mirada de la bodeguera Matilde, que te calmará la sed cuando el sol del verano te ase los hombros cuando recojas la cosecha del año.  
    Allí podrás ver cómo las truchas nadan en aguas cristalinas, sin espumas ni colores sospechosos. Y al par de espabilados que las pescan con las manos, como si fueran osos.
   No pongas esa cara. Pues claro que tenemos osos. Y lobos. Pero te aseguro que no molestan. ¿Y sabes por qué? Pues porque no son molestados. De vez en cuando el Pacheco suelta a posta alguna de las ovejas que se le haya enfermado, para que los de la manada se la atraganten, y así dejen tranquilas a las demás. Ni de terneros ni de corderos tenemos bajas preocupantes. Vive y deja vivir, es lo que he tenido que decir a alguno de los canes que me enseñaba feroz sus colmillos, mirándolo fijamente hasta que se iba por donde había venido con el rabo entre las patas y la cabeza gacha.
   Y si no vuelves a tu civilización, disfrutarás de las incomodidades propias de la supervivencia: Tendrás que levantarte todos los días antes del amanecer y dirigirte, con los zuecos de madera, a tus surcos y echar tus semillas, y tener la voluntad de ver crecer tus plantas, con sus frutos, que te darán para comer y para trocar con los demás. Ya te diría de quién no fiarte, pero te adelanto que Indalecio, el zapatero, es un truhán que siempre intentará engañarte con sus tomates, con la monserga de que se pudrirán antes que tus patatas. Pero son buena gente. Te ayudarán hasta que te puedas valer por ti mismo. Hasta que consigas autoabastecerte.
   Nunca te sentirás solo. Eso lo puedes tener claro.
   Aunque si llegaras a querer enamorarte de alguna de las buenas mozas del lugar, te recomiendo acercarte a la orilla de nuestro río, a un kilómetro de la plaza principal, y única del pueblo, porque allí estarán arrodilladas, supliendo a sus madres en el trabajo de lavanderas, dejándose los nudillos en las olas de la tabla de lavar mientras frotan y refrotan las prendas de la casa después de embadurnarlas con ceniza y arena, y las verás sonrojadas por el esfuerzo y por los chismorreos sobre los mozos que aún quedan solteros. No visten ropas de princesa, pero sus cabezas relucen por su inocencia y sus corazones por su ternura. No hay ninguna mujer que no haya hecho feliz al hombre que se precie de ser hombre.
   Y todos ellos, honrados trabajadores de la tierra y el río. Como lo serás tú si te ilusionas con la perspectiva de que te duelan los costales cada noche y que a la mañana siguiente veas que las llagas que te sangran en las manos estarán dando su fruto en la madre tierra.
   A la matanza semanal se dedica Bartolomé, con los buenos cuchillos que le proporciono yo, traídos de otros pueblos, y la buena mano que tiene Alberto para afilárselos, y las viandas del puerco son repartidas a los que necesitan tener más fuerzas para la jornada, o a los pocos niños que hay, para que crezcan fuertes y poco flojos.
   Sí, los muy traviesos tienen escuela, ahora regentada por el maestro Pablo, que vino hace sesenta años para establecerse. Seguro porque alguien le estuvo contando como te estoy hablando ahora yo a ti.
   Los libros siempre son los mismos y ya han pasado por muchas manos, pero siguen pudiéndose leer y enseñando. A veces tanto, que algún zagal quiere conocer más, por su natural curiosidad, y nos abandona cuando tiene resistencia y entendimiento.
   ¿Los inviernos? No son tan fríos como quisiéramos. Tampoco son demasiado calurosos los veranos, ahora que lo pienso detenidamente. Es verdad que, como te dije, el sol pega de justicia en agosto, pero tampoco creas que nos falta el aire o que andamos todo el día encharcados en sudor. Nada de eso. Y los inviernos lo mismo. Le da rabia a la chiquillada ver las montañas a lo lejos blancas como la nata y se quejan de que no han tocado nunca la nieve. No saben, porque nunca se lo decimos, que llegará un momento de su vida en que sí la tocaran, porque cuando tienen fuerza y entendimiento, si deciden no marchar, los llevamos hasta las cumbres en alguna de las vacaciones permitidas por el maestro Pablo. ¡Y cómo disfrutan! Pero vuelven con el juramento de que no lo contarán a los más pequeños para guardar la sorpresa y descubrir sus sonrisas al notar el frío en sus naricillas.
   No creas, estamos casi todo el día laborando la tierra y las aguas pero también nos explayamos en reuniones fraternas que no tengan que ver sólo con la matanza del cerdo. Y es en
ellas donde también se respira el aroma 
del amor y de la amistad. Somos sinceros y no nos escondemos nada. ¿Para qué? Si al final todo se sabrá. En un lugar tan arropado, el aire circula puro, en un ciclo infinito, por nuestros pulmones.
   Vale. Puedes decirme algo en contra de lo que te estoy relatando. Seguro que sí. Pero para nosotros será una virtud. Te lo aseguro. No atesoramos muchos bienes materiales. Vivimos con lo justo y me traigo algunas cosas para vender en esta ciudad y así poder llevarme otras que necesitamos para trabajar. Porque el trabajo nos da salud. Y con la salud damos amor a los demás. De eso tenemos mucho. A pocos escucharás quejándose de alguna dolencia. Y si la tienen es por algún percance puntual que curamos rápidamente con las hierbas de Serene. ¡Qué mujer más fabulosa! Y sus hijas, que siguen sus pasos, qué mágicas son con sus mezclas y emplastes.
   ¿Cómo no voy a conocer a todos por su nombre?
   Por su nombre y por sus defectos y por sus bondades, y por sus secretos, si los tuvieran.
   No, no soy cura. No lo tenemos ni falta que nos hace. Ya tuvimos una mala experiencia con uno que llegó para convertirnos, pues decía que éramos paganos y que iríamos al infierno si no nos arrepentíamos de nuestros pecados. Pero acabó yéndose porque nadie iba a verle para contarle esas supuestas faltas del alma. ¿Y quieres saber por qué? Pues porque no tenemos pensamientos ni raros ni impuros ni realizamos actos de los que tengamos que arrepentirnos, pues todo lo pensamos bien antes de hacerlo. Además, nos conocemos desde hace tantísimos años que casi sabemos más de los demás que de  nosotros mismos.
   Me preguntaste mi edad y no voy a decírtela, porque creerías que te intento embaucar para atraerte por algún interés oculto. Ya la sabrás si vienes.
   No creas. No voy por ahí contándolo al primero que me cruzo en el camino.
   Ya he recorrido ese camino tantas veces que puedo ir y volver con los ojos cerrados, pero me ha asombrado tu curiosidad tan sana. Sé que le caerías bien a  Matilde, porque en su corpachón se esconde un corazón enorme, aun siendo tan solterona como es. Si no fuera una mujer tan fría, tendría a todos los merecedores a sus pies. Pero bueno, esa es otra historia.
   ¡Vaya! Paréceme que ya toca que me atiendan.
   Piénsalo. Hasta dentro de unas cuantas semanas no volveré a pasar y habrás perdido una oportunidad preciosa. Ahora no me iré hasta que haya conseguido todos los encargos de esta lista, porque la de nuestro pueblo no es como esta tienda, pues en la nuestra no se vende nada, sino que se presentan ante los demás lo que hemos recolectado, o pescado o matado el día o la semana anterior, llevándonos a cambio lo que nos interesa de lo que presentan los otros. Pero los útiles no podemos fabricarlos, aunque Alberto el afilador, que es muy manitas, nos arregla lo que el tiempo estropea o lo que estropeamos nosotros por nuestro desconocimiento.
   Y siempre vuelvo, te lo aseguro, porque es necesario que lo haga, aunque no lo decidimos con fecha pensada de antemano. Así que no sé cuánto tendrás que esperar para volver a ver mis barbas. Ni siquiera sé si seré yo, después de tantos años, el que venga. Porque a veces me da un pequeño dolor en la rodilla izquierda y cuando conduzco se me agrava. Espero que no vaya a más porque me temo que llegará el momento en que las chicas no puedan aliviarme con sus ungüentos.
   Puede que te dé por repetir mi historia, a tu manera, a tus conocidos. Da igual. Aunque lo intenten por todos los medios que tenéis ahora en vuestro mundo tan moderno, jamás lograrían encontrar el sitio del que te he estado hablando. Y quizás te tomen por loco.
   Sé, mi querido amigo, que estás solo. Que no pierdes nada si lo dejas todo.
   No, aún no te voy a decir cómo y por qué lo sé. Pero sientes que tengo razón y eso es lo que importa.
   Volverás a ver el azul del cielo, el verde de las plantas, y el rojo de la sangre de tus heridas,  como quiso el Creador que los vieras, porque mi mundo, ese que algunos llaman rural o rústico, tiene sus colores tan purificados como la primera vez que la luz del sol iluminó este planeta.
   Si quieres te vienes conmigo en ese furgón que ves ahí.
   Perdona un momento. Creo que deberíamos entrar. Ya han atendido a las dos personas que estaban delante de mí y creo que me toca. Pasa, pasa tú primero. Pero recuerda, chitón ahí dentro.

   -¡Sí, amigo! ¿Ya es mi turno? ¡Le digo ahora… !



sábado, 3 de mayo de 2014

La declaración

   No era muy dado a hablar en público. Ni siquiera tenía presencia para hacerlo. Ni nunca tuvo tema lo suficientemente atractivo para embaucar a los posibles oyentes.
   No comprendía, entonces, por qué le habían escogido a él para transmitir ese mensaje que ni siquiera él comprendía.
   Tan humilde y tan apocado. Tan poca cosa.
   Se acercó a aquella reunión en el comedor social para abrigarse de la soledad que le esquilmaba en la miseria de la calle. Ese peregrinar rutinario para no sentirse olvidado por el resto de la especie humana. Y de paso, comer caliente. Y aquel hombre robusto, que ya había visto antes, mirándole siempre de reojo, mientras hablaba con las monjas que regían todo con disciplina férrea.
   Y sin haberle dirigido palabra alguna antes, le tomó por el hombro y clavó su mirada de vidrioso azul para espetarle.
   -Sé que eres el elegido. Y ha llegado tu momento. Ha llegado la hora de hacerles saber a los otros que has venido a redimirles.
   En tres ocasiones se repitió la misma escena. En diferentes enclaves. Y siempre rodeados del barullo de los otros miserables.
   Y en ninguna de ellas contestó. Pensó que aquel loco se olvidaría de él. Que alguna paranoia extraña le hacía tener aquella fijación. Y que tan pronto como pasó de la ignorancia a la manía persecutoria, volvería a no reconocerle entre la multitud.
   Pero se equivocó.  Ahora estaba allí. Ante otra multitud. Con un micrófono en la mano. Engalanado con un traje de etiqueta. Bien rasurado, peinado y perfumado. Irreconocible para él mismo.
   Y cien mil ojos mirándole. En silencio. Bajo un cielo más azul que nunca. Aguantando la respiración. Hambrientos de conocimiento.
   Y otros cientos de ojos artificiales enfocando sus iris al simpar. Tantos como países tenía el mundo. Esperando la declaración.
   Miró por última vez hacia atrás, hacia el fondo del escenario, para asegurarse de que allí estaba ojosazules, incitándole con la mirada y con la mano nerviosa para que hablara.
   Tímido, humilde, pero sobre todo, sincero.
   -Yo… soy… Dios.




(Relato presentado al V Concurso de Relatos Breves de Diari de Terrassa, con seudónimo “Virgilio Taciturno”)

domingo, 30 de marzo de 2014

A buen recaudo (Western atípico)

   Y mientras, el forajido perverso y cruel que había abusado de ella, huía galopando. Y lo miró con desprecio, mientras se abotonaba la camisa blanca llena de pelos y de babas. Y lo maldijo en silencio mientras se volvía a ceñir las medias y se componía las enaguas. Y con la uña del dedo índice de cada mano limpió las de la mano contraria de los restos de piel y carne recogidos bajo ellas. Y escupiendo en las palmas, se frotó la sangre coagulada antes de pasarlas por la falda arremolinada.

   Allí, en medio de aquel desierto cuyo calor ya no era sofocante, no pudo mirarse en ningún espejo, aunque éste hubiera sido de agua. Pero sabía que seguía siendo hermosa. Y montó en su caballo y ató, con un lazo rosa, su cabello. Y pensó, con satisfacción inmensa, que el otro, el puntito negro que se fundía en la calima del horizonte, jamás podría volver a insultar con su mirada perversa a ninguna otra mujer. Y estaba tan segura de ello como que eran los ojos del caballo los que estaban dirigiendo el destino del repelente violador porque los otros, los propios,  estaban a buen recaudo dentro del canalillo que los había tentado. 





domingo, 23 de febrero de 2014

Pizzicato

El hombre se encontraba encerrado entre dos paredes y dos puertas porque estaba a oscuras en un largo pasillo de lo que estaba definiendo, en el agobio claustrofóbico, como una trampa, en el laberinto interior del Teatro.
   A tientas, tocando la pared con las yemas de los dedos y con el refilón de los zapatos, se dirigía hacia las casi imperceptibles lucecillas rojas que asomaban por detrás del teclado numérico de claves de apertura, para la libertad  que habría tras abrirse aquella puerta.
   Y mezclado con el sonido del riego sanguíneo y el palpitar inmenso del silencio sepulcral, se escuchaba, muy a lo lejos, la música que debía de emanar de un piano.  
   Se detuvo para escuchar concentrado, para que sus pasos no interrumpieran, con sus sonidos toscos de tacón, la belleza de la pieza. Pero no tuvo tiempo de deleitarse con ella, ya que inmediato fue el cambio de registro, con un pizzicato de violines que comenzaron a arremolinar su sentido de la orientación.
   No comprendía cómo se le podía estar haciendo tan largo el trayecto, cuando había podido vislumbrar, antes de que se apagaran las luces, la verdadera dimensión del recinto.
   Y gritó:
   -¡Hola! ¿Hay alguien ahí?
   Se rió de su ocurrencia, por lo estúpida que había sido y, desechando una respuesta, siguió avanzando. Poco a poco. Porque no recordaba si podría haber algún obstáculo pegado a la pared.
   Los violines enmudecieron y volvió a escuchar su respiración mientras daba por alcanzada la puerta que, con el tacto de un ligero golpeteo de nudillos, aseguró era metálica. Y como así sentenció, así empezó a golpear con las palmas de las manos, provocando truenos en el aire, que rebotaban y se mezclaban, con sus gritos, en un caos.
   Desechó la posibilidad de intentar adivinar la combinación porque ni siquiera sabía cuántos dígitos tendría que marcar y continuó con sus desesperadas increpaciones a los posibles oyentes que hubiera al otro lado.
   Y nadie acudía.
   Y maldijo el despiste de una o varias horas antes. Ni siquiera tenía la posibilidad de la llamada de urgencia con su teléfono móvil porque ¡se lo había dejado en el aparcamiento, dentro del coche!
   Apoyó la espalda contra la pared y la deslizó hasta sentarse en el frío suelo.
   ¿Cómo había ido a parar allí?
   ¿En qué parte de las instrucciones del guardia de seguridad que le atendió se había equivocado?
   Tuvo claro que la persona que le habría estado esperando, para la entrevista de trabajo, habría finalizado con los otros candidatos y se habría ido.
   ¿Qué hora sería ya? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿A nadie más se le iba a ocurrir coger este atajo? ¿Por qué no aparecía nadie?
   Puso la cara entre sus manos y las acercó a las rodillas, balanceándose en pequeños ejercicios abdominales, como si escuchara una nana, y empezó a cantarla. Suavemente. Porque necesitaba el arrullo de su propia voz. Y sin saber si mental o física, empezó a escuchar una flauta, que lo acompañaba en su tarareo.
   Y decidió que no se adormecería. Que tenía que salir de allí. Y despegó las manos. Y levantó los párpados. Siguiendo cantando. Y una pequeña luminosidad empezó a hacerse patente. Veía sus manos, y sus rodillas, y sus zapatos, y el suelo. Y las paredes a ambos lados, y el pasillo que había dejado atrás, cada vez más claro, cada vez más blanco. Y no dejó de cantar, porque tenía miedo de que, si lo hacía, volviera la oscuridad. Y la flauta le seguía acompañando.
   Puso una mano en el suelo y se empujó para levantarse.
   ¡Qué delicada voz salía de sus cuerdas vocales! ¡Qué armonía! ¡Qué dulzura sublime!
   Recordó, entonces, que a eso había ido al Teatro. A cantar. Para que le escucharan. Para que le escogieran. Para el próximo proyecto operístico. Con su voz contratenor.
   Y siguió cantando, llenando de efluvios musicales lo que minutos antes había sido una pesadilla de silencio y caos.
   Eclipsando el sonido de la flauta, porque él también era la flauta, el violín, la orquesta entera.
   Tan entusiasmado que no se percató que una de las dos puertas se entreabrió. Y volvió la luz. Toda. Íntegra. La de todos los fluorescentes que cruzaban, longitudinalmente,  el techo del pasillo.
   Y calló.
   Y gritó.
   -¡Hola! ¿Hay alguien ahí?




(Dedicado a Juan Diego Baños de Andrés,
que, con una aventura casi parecida,
me inspiró este relato.)







   

miércoles, 15 de enero de 2014

Aquello

   Me negaba a creer lo que mis ojos me mostraban, pero estaba allí, delante de mí, con sus nosecuantas patas bien asentadas en el asfalto de la carretera, como aprovechando el poco tráfico de la misma, para asombrarme con su visión y con mi decisión de acortar el camino hasta mi próximo cliente, tomando el ramal izquierdo de la bifurcación de veinte kilómetros atrás.
   No hacía ruido, no emitía, en verdad, ningún sonido. Sólo vibraciones periódicas al suelo, que se transmitían hasta mis plantas de los pies, tras decidir bajarme del automóvil para verlo más de cerca.
   Así, en la penumbra del atardecer, se mostraba como una enorme silueta oscura, pues ningún reflejo del sol me llegaba y ninguna otra luz era emitida desde el aparato.
   De pronto, las vibraciones cesaron y fue cuando me atreví a dar los primeros pasos hacia aquello.
   No tenía ningún miedo.
   ¿Por qué tenerlo si aquella podía ser la mejor aventura de mi vida, de la, hasta ese momento, insulsa vida?

   Antes de abandonar mi vehículo a su suerte, miré si tenía alguna linterna olvidada en el maletero  y, mientras lo hacía, pensé, por un momento, que ya no llegaría a tiempo a mi cita.


Dedicado a Juan José Benítez

martes, 14 de enero de 2014

Estratega




   En la ducha, mientras las hirvientes gotas laceraban su incipiente calva, daba vueltas y más vueltas a la estrategia a seguir.
   Cómo utilizar las palabras exactas. Colocando las pausas en el momento adecuado. Realizando malabarismos gestuales para transmitir la petición subliminal de misericordia.
   Ya llevaba un buen rato en el cuarto de baño, que se había convertido en una sauna, y pensaba que debería ir acabando pues el enemigo, que le estaba esperando, sospecharía. De todas formas, no había logrado relajarse y eso, quizás, le delataría.
   Pulsó el mando del grifo, y suspiró.
   Alargando la mano, en medio del vaho, alcanzó la toalla y se enfundó en ella. Volvió a suspirar.
   Pensó que la suerte estaba echada. Lo que tuviera que ser, que fuera. Y fuera lo que fuera, lo que fue lo había disfrutado.
   Salió del plato y se aseguró de no resbalar con los primeros pasos dentro de las chanclas. Sonrió por la dichosa Ley de Murphy, imaginando librarse del inminente enfrentamiento gracias a una proverbial rotura de cuello.
   Con la mano hizo un movimiento de limpiaparabrisas para descubrir su imagen enrojecida, en piel y ojos.
   Se guiñó el ojo derecho y escupió en el lavabo. Una masa verde proveniente de su garganta más profunda.
   Y giró el picaporte.
   -¡Hola, querida!
   Y una hora de ducha tirada por el sumidero. Literalmente.

   -Sé que te vas a enfadar pero tengo que decirte que… te engaño con tu hermana.



lunes, 13 de enero de 2014

No te voltees



   Con los “no te voltees” y “dame toda la plata que llevas encima” se apresuró a dictaminar que quien la estaba asaltando a plena luz del día era un desesperado emigrante víctima de la cada vez más profunda crisis económica.
   Los dos perros que estaba paseando sí se voltearon y enseñaron sus dientes al agresor. Ella no podía controlarlos por mucho que les ordenara callar, sin gritar para no provocar al asaltante, y tiraba de las correas para mantenerlos a una distancia prudencial de las piernas de aquél.
   -¡La dije que no se volteara! ¡La plata! ¡Y calle a esas fieras o los rajo a los tres!
   Él se lo había buscado. Nadie haría daño a sus dos amores, los que estaban acompañando sus últimos días.
   Le miró a los ojos, tan fieramente como sus canes, y sin pronunciar palabra, el asaltador bajó su mano y soltó la navaja dejándola caer al suelo con un minúsculo estrépito metálico. Y después huyó. A gran velocidad.
   Un testigo, en la precavida distancia, se acercó al lugar de la increíble escena y se atrevió a preguntar.
   -Señora, lo he visto todo. Siento no haber acudido en su auxilio porque, lo reconozco, soy un cobarde. Eso y que tengo dos gemelos recién nacidos a los que alimentar. No creo que ése se amilanara por sus ruidosos defensores. Pero, ¿qué dijo usted para que cambiara de opinión?
   Los perros, callados, miraban, sentados sobre sus posaderas, a su ama, esperando también la respuesta para aquel enigmático desenlace.
   Ella los miró, con una sonrisa dibujada en sus labios, pero, pareciendo maleducada, no respondió al curioso.
   Le dejó con la incertidumbre. Era mejor así. Ya había mostrado, por ese día, suficientes veces, el auténtico rostro de la muerte. Esa con la que tenía concertada una próxima cita. 
   Y se volteó. Para dejarle con la palabra en la boca.
   Perdonándole la vida.



lunes, 6 de enero de 2014

Nubes negras



   No he dicho toda la verdad sobre la existencia del amor desinteresado en mi historia. Aparte de mi madre, hubo otra persona: Vladis.
   Él fue un chico que me ofreció otra forma de amor que se salía de los parámetros normales: una amistad sincera, pura, perpetua. Perenne era su sonrisa al escucharme, perenne era el brillo de sus ojos al hablarme de sus pensamientos más recónditos, perenne era su entrega hacia mí en desinteresado intercambio de valores y de principios.
   Vladis fue, en definitiva, un hombre que me apoyó en mis mejores momentos y que me sorprendió con sus ánimos en los peores. Él fue mi salvador mental cuando mi madre se fue de mi vera para siempre.
   Le conocí en el colegio, y al principio de nuestra superficial relación, de obligados compañeros encerrados en un mismo recinto, no me fie de su extraño proceder. Me parecía absurdo que aquel chico enclenque y aparente despistado crónico ofreciera su ayuda académica sin objetivo de conseguir nada a cambio. Cuando otros se veían en el callejón sin salida de exprimir sus cerebros en busca de la nada de sus conocimientos, él los llenaba del rico jugo de la sabiduría. Y cuando casi todos conocieron el truco de acudir a él como gratuito salvamento, le empezaron a tomar por tonto. Tonto perdido, sin remedio y sin réplica. A él no parecía importarle. Hasta que yo me indigné en su lugar. No me gustan los explotadores y menos aún los explotados.
   Le abrí los ojos, y cuando consiguió reaccionar ante los abusos volcó todo su saco de virtudes sobre mí, no sé si en señal de agradecimiento. Fue imposible hacerle entender que no me debía nada, y él me hizo entender que no todo en la vida se hacía por agradecimiento, por beneficio, por compromiso o por responsabilidad. Y en su infantilidad me enseñó más que cualquier adulto y me abrió los horizontes de mi propio yo, los que no se han vuelto a cerrar jamás.
   Paseábamos, tras ir a clase, durante interminables kilómetros, hablando y hablando, aunque en la mayoría de las veces era un monólogo por su parte, pues yo prefería llenarme de aquello que parecía salir de la expresión de un ser muy experimentado en el devenir del mundo. Era un sabio con cuerpo de niño.
   Me tradujo el lenguaje de la Naturaleza, sus necesidades y sus protestas hacia el ser humano, me puso un espejo ante mi alma y me confesé con mis limitaciones inmateriales, me desengañó de los motivos auténticos del actuar del prójimo, me mostró las huellas que dejaban los amores platónicos en mi estela, me señaló, sin reparos, el despertar de mis próximas pasiones, me condujo al Cosmos, al Infinito, y jamás, repito, jamás, me mintió.
   ¿Qué querrían decir los demás cuando me hablaban de sentimientos impuros de él hacia mí? ¡Qué necesidad de calumniar a alguien por su destacar entre la mediocridad! Los que no le conocían eran los que, con el paso de los años, vieron en nuestra relación la suciedad no existente.
   Tanta fue la presión que ejercieron sobre nosotros, que un día, no señalado en mi memoria, Vladis desapareció de mi vida, pues no quiso que los otros me marcaran con un hierro imaginario y trastornaran mi inocente felicidad.
   Y me preguntaba cuándo volvería a encontrar a alguien como Vladis, a alguien como mi madre, seres que brillaron con altruismo puro. ¿Por qué todo se había corrompido?



   

domingo, 5 de enero de 2014

Languidez



   Escabullirse era fatal. Me hacía sentir impresionable.
   Huía de los antros infestos de la ciudad y siempre esperaba la respuesta a mi amor, tanto creativo como sentimental. Los pensares bullían y en la fingida huida hacia la noche, creía que en algún momento podría aparecer la persona adecuada, o que en el vacío que existía sobre el taburete pegado al mío vislumbraría la aislada silueta de la inspiración. Era ésta la que al final se dejaba materializar sobre el papel cuando lograba arrastrar mi cuerpo a mi otro tugurio cotidiano, aquel en el que me acomodo ahora para sentirme como en mi casa, porque, aunque lo es, nunca la siento como tal. Nunca como la calurosa y tierna de mi niñez.
   La búsqueda estática era insoportable y yo no hacía nada por cambiar mi situación de ingravidez existencial. Desde que había optado porque las cosas ocurrieran, que los prójimos deambularan a mi alrededor como en vídeo imágenes ralentizadas, y que mi beneficio fuera el retratarlo todo tal como se aparecía, mezclándolo con mis obsesiones filosóficas particulares, nada avanzaba. Sólo mi mantenimiento económico, que no era poco, pero que a mí no me llenaba ni me llamaba a la felicidad.
   Languidecía sufriendo pasar el segundero. Y cuando sentenciaba que una palabra se quedaba adherida a mi registro narrativo, el éxtasis infinitesimal del pequeño éxito era relevado por el ansia obsesiva de encontrar la próxima, y así otra vez después, y otra, y otra más. Y aquello empezaba a parecerse a un fracaso, y la frustración era carcoma en mi apurado espíritu. Pero es hoy cuando no imagino a alguien que haya fracasado en algo en su vida y siga manteniéndose mental y espiritualmente erguido como si nada hubiera ocurrido. Es una decepción humillante para el propio ego el transformar cualquier hecho, cualquier creación, en la nada.
   Varias veces he sentido muy cerca el precipicio pero, gracias a Dios, no he caído.
   Ante la sutil evidencia, decidí dejar atrás aquella subliminal desesperación, un pasar la página a mi libro vital, en la que la siguiente estrenara otra historia, otra muy distinta historia que, aunque dentro del mismo volumen, a modo de antología, dispersara mis intereses. Un vuelco espontáneo en el borrón y cuenta nueva. Y cuando decidí volver en mí tuve la certeza de que aquella imaginación mía era mal empleada en cosas estériles. Y me prometí a mí mismo que cuando tuviera medios suficientes, crearía algo que los demás no tendrían más remedio que admirar. Y fue tan vehemente ese pensamiento que me asusté con el poder que desataba dentro de mí.

   Decidí crear para ser feliz y hacer feliz.



jueves, 21 de noviembre de 2013

Prueba de sonido





   Sus dedos índice y pulgar, los de la mano derecha, jugaban con los agudos, medios y graves de aquella mesa de mezclas, y por mucho que el sudor de su frente acompañara los nervios del incipiente comienzo de la prueba de sonido, no lograba hacer mínimamente soportable al oído humano aquella voz chirriante y lacerante.
   Por muy buen técnico de sonido que fuera no podría conseguir que el resto de los humanos del planeta entendiera ni una palabra del primer discurso del invasor.
   Ni con un número infinito de ecualizadores podría hacerse entendible la sentencia de muerte de aquel megalómano personaje hacia toda la especie humana.






(Dedicado a mis compañeros de profesión)

sábado, 7 de septiembre de 2013

Preámbulo de una tragedia cósmica






    El mundo de Fintex se había caracterizado por contener una de las civilizaciones más avanzadas de la Bigalaxia, en la que la utopía de la anarquía había sido el resultado de muchos milenios a prueba en la conducta de las masas, con fallidos sistemas sociales en los que los excesos de unos pocos individuos sobre la gran mayoría habían sido invalidados por el punto sólido de rebeldía que existía en los espíritus fintexianos, espíritus que compartían la abierta complicidad de la desarrollada mente común de la colectividad.
   Algunas mentes privilegiadas habían contrastado que las Historias de otros planetas estaban llenas de individuos que marcaron, en su  momento, las directrices de varias generaciones, pequeños átomos que, con su insistencia, lograron fisionar las moléculas que sustentaban estructuras presumiblemente inquebrantables. Se buscó que la genética creara superfintexianos, y se consiguieron monstruos mentales con capacidades que sobrepasaron todas las expectativas megalómanas de sus creadores: Cerebros con mutaciones aberrantes, provocadas en experimentos ilegales de laboratorios clandestinos en los estados más pujantes en ciensociología.
   Y la incontinencia de su caudal cerebral influyó, de forma paradójica, en la semblanza de la población, porque sus características funcionales invadieron virulentamente los contactos neuronales de todos con los que entraban en contacto. Y como una plaga, benévola plaga, todos fueron trastocados. Y con la descendencia, la enfermedad incrementó sus síntomas hasta hacerse congénita en toda la genealogía venidera.
   Pero la aberración se hizo insoportable en el momento en que empezaron a aparecer individuos que, por azar genético, sufrían otra nueva mutación dentro de la mutación generalizada: Acumulaban tanto voltaje psíquico que morían, al no poder verterse en mentes vírgenes, que ya no existían.
   El porcentaje empezó a hacerse preocupante cuando esta mortandad pesó en los índices demográficos. Ya no era un problema de pocos. Y aunque la gran mayoría se estabilizaba, la sospecha de un futuro incierto para la perennidad de la especie hizo buscar una salida que no argumentara ningún incumplimiento de las Leyes Generales de la Bigalaxia, representadas en el llamado Proyecto de Situación Nadiner, engendro de Pax Universal, al que se habían sumado hacía algún tiempo, cuando Fintex aún no había caído en la vorágine hipermental.
   Y aquel compromiso de especie dictó que los que sospecharan de su anormalidad decidieran, en común, emigrar hacia algún mundo en el que fueran bien recibidos y en el que la convivencia con los nativos no invalidara el contenido del Nadiner. No importaba el destino, sabiendo que cualquier planeta del Sector podría hospedarles y beneficiarse con el nuevo aporte psíquico.
   Curass, el planeta vecino, fue el elegido. Y algún día, decían los fintexianos, agradecería tal distinción.

                                                     

viernes, 16 de agosto de 2013

Lapiceros de grafito, estilográficas y bolígrafos de punta redonda




   Lo había probado todo. Seguía inmerso en ese mar de dudas que te traga una vez y que por sus innumerables remolinos no te deja salir a la superficie. Dicen, que si te dejas llevar por ellos, sin gastar tus fuerzas  para sobrevivir, te arrastran por su sifón, y si tienes paciencia y control suficiente sobre tus reacciones mentales, puedes volver a respirar, porque emerges en otro punto de ese mar, a poca distancia del que te ha engullido. Y eso hice con mi destino: Dejé  que me llevara a donde, desde un principio, tenía mi puerto asignado, sin forzarlo hacia algo que yo anhelara  pero que fuera imposible de ser.
   Y me hice autor. De muchas cosas.
   Autor de mis días sin dejar que otros me manejaran, tanto personas como artificios. Y si necesitaba que mi mente volara, la dejaba hacer, y escribía lo que en eso vuelos, al principio rasantes, veía. Y cuando fui cogiendo altura y decidí estudiar todos los modos que existen de expresar bellamente lo que permites soltar al exterior para que otros, sin influirte, compartan contigo, fui escribiendo en papeles inmaculados. Intenté que el sacrilegio no fuera demasiado irreverente, y que mis palabras fueran el perdón de mi acto: Las hojas fueron páginas, y las páginas llegaron a ser libros.
   Escribía como un poseso, y las drogas artificiales, y los amores insulsos, fueron sustituidos con éxito por este estimulante natural que en todo hombre opera y que es el deseo de crear. Sí, creaba, y me sentía dichoso de empezar a pegarme a mi propia obra.

   Escribía para mí mismo, con la imagen en la cabeza de otros hombres leyendo mis palabras. Pero me decía a mí mismo que aún no era el momento. Que debería seguir gastando bolígrafos y bolígrafos, hasta que dispusiera que podría arriesgarme a sufrir, o disfrutar, las críticas ajenas. Tenía pensado, desde un principio, ofrecer a ojos extraños una parte ínfima de mi obra, lo escogido como lo mejor, porque si con ello triunfaba sobre la indiferencia, me atrevería, en el siguiente paso, a intentar publicar.
    Escribía y escribía y escribía.
   Me tentó el comprarme un ordenador o, en su defecto, una máquina tipográfica. No. Nada de eso. Meterme en gastos sin saber si la inversión iba a ser amortizada, era una locura. Sería mejor esperar. Con lapiceros de grafito y con estilográficas, o bien se me emborronaba lo escrito o bien me exigía una lentitud y preciosismo extremado. El bolígrafo de punta redonda me convenció, porque me daba el tiempo exacto para pensar un concepto o enunciado y plasmarlo inmediatamente antes de que éste fuera falseado por la perspectiva temporal.
   Sí, quizás ya lo había probado todo.

   

lunes, 12 de agosto de 2013

Cerebro



    Cerebro no es igual a mente. Estoy convencido. Yo tenía cerebro y casi lo destruyo para alimentar mi mente. Caí en las drogas porque lo natural no me satisfacía en lo más mínimo.
   Si la persona que tenía conmigo me dejaba helado, quizás su paupérrima naturaleza se viera engrandecida con una ayuda de filtros artificiales que actuaran como lentes convergentes. Y el efecto traicionó mis expectativas: El objetivo quedaba a un lado y me dejaba absorber por los caminos secundarios de aquella senda de destrucción.
   Debo agradecer a tu dios, si es que existe, que me retirara a tiempo de aquel callejón sin retorno. Acción y reacción disgregaron los efectos malignos de los estupefacientes ingeridos. Acción directa de desviar toda mi atención e intención en mi eterna búsqueda de la perpetua perfección.
   E hice saltar la alarma. De sonido inexistente y, por su insonoridad, más audible. La locura continua, sin límite, fagocitaba mis neuronas, ya no tenía una perspectiva pura de lo que me rodeaba, ni de las cosas ni de las personas. Emergí en un mar de odio hacia los demás, un odio irracional hacia los recuerdos protegidos en la burbuja de la intocabilidad, hacia mi instrucción del devenir trascendente de las cosas, hacia lo poco que había recaudado de la sabiduría escasa y valiosa, como los hilos de azafrán, de mis prójimos. Sentí que me desgajaba como una naranja ácida y rebelde en su amargura. Y el viento me sopló la memoria.
   Perdí mi propia percepción de mí mismo, y eso era ya demasiado, insultantemente grave.
   Mi cerebro intervino como salvador de lo que contenía, como una madre que protege a sus crías, a sus cachorros por los que luchará hasta la muerte. Mi cerebro, desmembrado, no reconocía a sus propios integrantes; sus neuronas bailaban en la oscuridad, su materia gris se
recalentaba y fundía en una cascada de lava incontrolable. Y acudió a sus reservas de lucidez. Su as en la manga: Me ordenó dormir, dormir hasta nuevo aviso. Desconexión ¡ya! Modo inoperante. El vegetal debía guarecerse de las lluvias demasiado intensas, antes que se transformaran en avasallador granizo.
   Padre, madre, morí una vez, y creo que decidí no volver a hacerlo más hasta que fuera mi auténtica hora, la definitiva.
   El hospital me enseñó a engarzar mis eslabones mentales. Muy, muy len-ta-men-te. Tanta languidez parecía anulación. Hasta que un día, el modus operandi entonó la situación en espera como algo superado. Y reviví. Como esos mesías resucitados en una segunda oportunidad.    
   Y si pierdo esa segunda oportunidad sabré que los pasos deben ser siempre hacia adelante, sin mirar atrás, sin dejar huellas en una vida a mis espaldas. Siempre hacia adelante.
   ¡Mesías malcarados!

   
                                        

La palabra perfecta

   Recuerdo aquel personaje de aquella novela en que el sufrimiento por no encontrar la palabra perfecta para comenzar una historia escrita le llevaba a la desesperación. Lo recuerdo porque, a veces, le envidio. Como envidio, sanamente, a los que pintan, a los que componen música, a los que, en definitiva, logran crear belleza.
   Como aquel personaje de aquella novela, sufro a veces por no encontrar la palabra correcta para comenzar una historia escrita. Por la mente desfilan cien mil que no encajan en los sentimientos que desfilan en mi corazón. Y a veces abandono el intento de crear algo por no luchar, por no aceptar sufrir.
   Sé que no soy un buen escritor. Es más, creo que ni siquiera puedo considerarme como tal. Soy un pobre desgraciado que intenta plasmar ideas en un papel antes de que éstas se olviden.
   Tengo tantas ganas de comenzar a escribir algo verdaderamente sincero. Sincero conmigo mismo, sobre todo. Porque si me traiciono a mí mismo, ¿qué soy?
   Algún día lo lograré. Encontrar la palabra perfecta. El sentimiento y pensamientos perfectos ya existen pero transmitirlos ¡es tan difícil!
   Dijo un gran filósofo lo de sólo sé que no sé nada. Yo, además de no saber nada, ni esa ignorancia sé expresarla.
   Pobre de mí que tengo tanto que decir y no sé hacerlo.
   Cuando leo historias escritas por otros, me encuentro conmovido por su facilidad para hacerme sentir vivo, para transformarme en otras personas por algunos instantes, por llevarme a sitios que nunca visité ni visitaré, por transportarme a otros tiempos que siempre quise experimentar. Es maravilloso crear. Lo digo ahora y lo diré siempre.
   Es estupendo encontrar la palabra perfecta. La tengo en la punta de mi pluma. A punto de salir. El rompecabezas de mis sentidos se compromete a forzar la situación.
   La palabra perfecta es…
    ¡Maldita sea! Ha vuelto a escapar.
   Volveré  sentirme inservible. Volveré a sentirme incapaz de hacer ver a los demás que puedo ayudarles.
   Pero, en definitiva, soy lo que soy, y ya escribiendo esto hago un esfuerzo por definirme.
   Sé,  en el fondo de mi ser,  que la única palabra perfecta es… AMOR. No hace falta que ni la escriba. Basta con que la transmita.
   Recuerdo,  entonces, a aquel personaje de aquella novela que también supo, a tiempo, que AMOR era su palabra buscada.
   Y quizás no le envidie tanto.