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sábado, 31 de mayo de 2014

Confidencias

  


   Si vienes, descubrirás un mundo que creías que ya no existía.
   Estamos entre montañas, en un paraíso inencontrable en los mapas, porque así lo hemos querido quienes lo habitamos. Si vienes, debes jurar, sobre la Biblia, que no lo darás a conocer a nadie. Si incumplieses tu palabra…
   Ten en cuenta que podría estar diciéndote maravillas desde ahora hasta el amanecer de mañana y, aun así, no tendría bastante tiempo para relatártelas todas. ¡Es tanto lo que ganarías con el cambio de vida! Si vienes, te quedas a vivir, te lo aseguro.
   Recuerda que has sido tú el que me has preguntado mi edad nada más verme, porque mi aspecto te ha delatado algo especial que no ves en nadie en esta tienda, así que te ruego que tengas la valentía de afrontar el reto que supone hacer caso de las señales que estoy lanzando involuntariamente a tu entendimiento. 
   Te contaré, entonces, algo de los doscientos treinta y tres que somos. Pocos, lo sé.
   Como que Antonio, el leñador, trabaja para la comunidad cortando los árboles que, con su infinita paciencia y sabiduría, descubra como enfermos y que, pidiéndoles permiso e implorándoles perdón, den su visto bueno para ser sacrificados. Después los transporta, en su humilde camioneta, hasta Juan el serrador, quien los convierte en tablas para edificar nuestras casas. Debo decirte que tanto Antonio como Juan pertenecen a estirpes de oficios que se remontan a cientos, o quizá miles de años, y que las viviendas levantadas, desde entonces, siguen en pie, sin verse podridas sus maderas, salvo algunos escasos remiendos, gracias a la buena mano de nuestros carpinteros, la familia Estébanez, también de centenaria raigambre.
   Que esa leche que tenéis en la ciudad, que viene en ladrillos de papel duro, y que es tan impura como vuestro aire, allí no existe. Va en un cántaro de latón de veinticinco litros, y te la echa Segismundo con su cazo, también de latón, en todos los potes que quieras. Y podrás hacer mantequilla sana en tu casa, batiendo su nata a mano, con el tenedor de madera, hasta que te duela el brazo.
   Y beberás esa agua cristalina que sale de los caños de la Raimunda, nuestra fuente de manantial, tan fría como la mirada de la bodeguera Matilde, que te calmará la sed cuando el sol del verano te ase los hombros cuando recojas la cosecha del año.  
    Allí podrás ver cómo las truchas nadan en aguas cristalinas, sin espumas ni colores sospechosos. Y al par de espabilados que las pescan con las manos, como si fueran osos.
   No pongas esa cara. Pues claro que tenemos osos. Y lobos. Pero te aseguro que no molestan. ¿Y sabes por qué? Pues porque no son molestados. De vez en cuando el Pacheco suelta a posta alguna de las ovejas que se le haya enfermado, para que los de la manada se la atraganten, y así dejen tranquilas a las demás. Ni de terneros ni de corderos tenemos bajas preocupantes. Vive y deja vivir, es lo que he tenido que decir a alguno de los canes que me enseñaba feroz sus colmillos, mirándolo fijamente hasta que se iba por donde había venido con el rabo entre las patas y la cabeza gacha.
   Y si no vuelves a tu civilización, disfrutarás de las incomodidades propias de la supervivencia: Tendrás que levantarte todos los días antes del amanecer y dirigirte, con los zuecos de madera, a tus surcos y echar tus semillas, y tener la voluntad de ver crecer tus plantas, con sus frutos, que te darán para comer y para trocar con los demás. Ya te diría de quién no fiarte, pero te adelanto que Indalecio, el zapatero, es un truhán que siempre intentará engañarte con sus tomates, con la monserga de que se pudrirán antes que tus patatas. Pero son buena gente. Te ayudarán hasta que te puedas valer por ti mismo. Hasta que consigas autoabastecerte.
   Nunca te sentirás solo. Eso lo puedes tener claro.
   Aunque si llegaras a querer enamorarte de alguna de las buenas mozas del lugar, te recomiendo acercarte a la orilla de nuestro río, a un kilómetro de la plaza principal, y única del pueblo, porque allí estarán arrodilladas, supliendo a sus madres en el trabajo de lavanderas, dejándose los nudillos en las olas de la tabla de lavar mientras frotan y refrotan las prendas de la casa después de embadurnarlas con ceniza y arena, y las verás sonrojadas por el esfuerzo y por los chismorreos sobre los mozos que aún quedan solteros. No visten ropas de princesa, pero sus cabezas relucen por su inocencia y sus corazones por su ternura. No hay ninguna mujer que no haya hecho feliz al hombre que se precie de ser hombre.
   Y todos ellos, honrados trabajadores de la tierra y el río. Como lo serás tú si te ilusionas con la perspectiva de que te duelan los costales cada noche y que a la mañana siguiente veas que las llagas que te sangran en las manos estarán dando su fruto en la madre tierra.
   A la matanza semanal se dedica Bartolomé, con los buenos cuchillos que le proporciono yo, traídos de otros pueblos, y la buena mano que tiene Alberto para afilárselos, y las viandas del puerco son repartidas a los que necesitan tener más fuerzas para la jornada, o a los pocos niños que hay, para que crezcan fuertes y poco flojos.
   Sí, los muy traviesos tienen escuela, ahora regentada por el maestro Pablo, que vino hace sesenta años para establecerse. Seguro porque alguien le estuvo contando como te estoy hablando ahora yo a ti.
   Los libros siempre son los mismos y ya han pasado por muchas manos, pero siguen pudiéndose leer y enseñando. A veces tanto, que algún zagal quiere conocer más, por su natural curiosidad, y nos abandona cuando tiene resistencia y entendimiento.
   ¿Los inviernos? No son tan fríos como quisiéramos. Tampoco son demasiado calurosos los veranos, ahora que lo pienso detenidamente. Es verdad que, como te dije, el sol pega de justicia en agosto, pero tampoco creas que nos falta el aire o que andamos todo el día encharcados en sudor. Nada de eso. Y los inviernos lo mismo. Le da rabia a la chiquillada ver las montañas a lo lejos blancas como la nata y se quejan de que no han tocado nunca la nieve. No saben, porque nunca se lo decimos, que llegará un momento de su vida en que sí la tocaran, porque cuando tienen fuerza y entendimiento, si deciden no marchar, los llevamos hasta las cumbres en alguna de las vacaciones permitidas por el maestro Pablo. ¡Y cómo disfrutan! Pero vuelven con el juramento de que no lo contarán a los más pequeños para guardar la sorpresa y descubrir sus sonrisas al notar el frío en sus naricillas.
   No creas, estamos casi todo el día laborando la tierra y las aguas pero también nos explayamos en reuniones fraternas que no tengan que ver sólo con la matanza del cerdo. Y es en
ellas donde también se respira el aroma 
del amor y de la amistad. Somos sinceros y no nos escondemos nada. ¿Para qué? Si al final todo se sabrá. En un lugar tan arropado, el aire circula puro, en un ciclo infinito, por nuestros pulmones.
   Vale. Puedes decirme algo en contra de lo que te estoy relatando. Seguro que sí. Pero para nosotros será una virtud. Te lo aseguro. No atesoramos muchos bienes materiales. Vivimos con lo justo y me traigo algunas cosas para vender en esta ciudad y así poder llevarme otras que necesitamos para trabajar. Porque el trabajo nos da salud. Y con la salud damos amor a los demás. De eso tenemos mucho. A pocos escucharás quejándose de alguna dolencia. Y si la tienen es por algún percance puntual que curamos rápidamente con las hierbas de Serene. ¡Qué mujer más fabulosa! Y sus hijas, que siguen sus pasos, qué mágicas son con sus mezclas y emplastes.
   ¿Cómo no voy a conocer a todos por su nombre?
   Por su nombre y por sus defectos y por sus bondades, y por sus secretos, si los tuvieran.
   No, no soy cura. No lo tenemos ni falta que nos hace. Ya tuvimos una mala experiencia con uno que llegó para convertirnos, pues decía que éramos paganos y que iríamos al infierno si no nos arrepentíamos de nuestros pecados. Pero acabó yéndose porque nadie iba a verle para contarle esas supuestas faltas del alma. ¿Y quieres saber por qué? Pues porque no tenemos pensamientos ni raros ni impuros ni realizamos actos de los que tengamos que arrepentirnos, pues todo lo pensamos bien antes de hacerlo. Además, nos conocemos desde hace tantísimos años que casi sabemos más de los demás que de  nosotros mismos.
   Me preguntaste mi edad y no voy a decírtela, porque creerías que te intento embaucar para atraerte por algún interés oculto. Ya la sabrás si vienes.
   No creas. No voy por ahí contándolo al primero que me cruzo en el camino.
   Ya he recorrido ese camino tantas veces que puedo ir y volver con los ojos cerrados, pero me ha asombrado tu curiosidad tan sana. Sé que le caerías bien a  Matilde, porque en su corpachón se esconde un corazón enorme, aun siendo tan solterona como es. Si no fuera una mujer tan fría, tendría a todos los merecedores a sus pies. Pero bueno, esa es otra historia.
   ¡Vaya! Paréceme que ya toca que me atiendan.
   Piénsalo. Hasta dentro de unas cuantas semanas no volveré a pasar y habrás perdido una oportunidad preciosa. Ahora no me iré hasta que haya conseguido todos los encargos de esta lista, porque la de nuestro pueblo no es como esta tienda, pues en la nuestra no se vende nada, sino que se presentan ante los demás lo que hemos recolectado, o pescado o matado el día o la semana anterior, llevándonos a cambio lo que nos interesa de lo que presentan los otros. Pero los útiles no podemos fabricarlos, aunque Alberto el afilador, que es muy manitas, nos arregla lo que el tiempo estropea o lo que estropeamos nosotros por nuestro desconocimiento.
   Y siempre vuelvo, te lo aseguro, porque es necesario que lo haga, aunque no lo decidimos con fecha pensada de antemano. Así que no sé cuánto tendrás que esperar para volver a ver mis barbas. Ni siquiera sé si seré yo, después de tantos años, el que venga. Porque a veces me da un pequeño dolor en la rodilla izquierda y cuando conduzco se me agrava. Espero que no vaya a más porque me temo que llegará el momento en que las chicas no puedan aliviarme con sus ungüentos.
   Puede que te dé por repetir mi historia, a tu manera, a tus conocidos. Da igual. Aunque lo intenten por todos los medios que tenéis ahora en vuestro mundo tan moderno, jamás lograrían encontrar el sitio del que te he estado hablando. Y quizás te tomen por loco.
   Sé, mi querido amigo, que estás solo. Que no pierdes nada si lo dejas todo.
   No, aún no te voy a decir cómo y por qué lo sé. Pero sientes que tengo razón y eso es lo que importa.
   Volverás a ver el azul del cielo, el verde de las plantas, y el rojo de la sangre de tus heridas,  como quiso el Creador que los vieras, porque mi mundo, ese que algunos llaman rural o rústico, tiene sus colores tan purificados como la primera vez que la luz del sol iluminó este planeta.
   Si quieres te vienes conmigo en ese furgón que ves ahí.
   Perdona un momento. Creo que deberíamos entrar. Ya han atendido a las dos personas que estaban delante de mí y creo que me toca. Pasa, pasa tú primero. Pero recuerda, chitón ahí dentro.

   -¡Sí, amigo! ¿Ya es mi turno? ¡Le digo ahora… !



miércoles, 21 de agosto de 2013

Tengo el placer de presentar a Claudia Patricia Arbeláez Henao

   Lo que voy a difundir  través de mi blog es la admiración por esta escritora. 
   Una gran artista que logra, con sus palabras, transmitir el sabor de nuestros recuerdos, el saborear la sangre de nuestros propios corazones, cuando riega la totalidad de nuestras células corporales, antes de que se transforme en luz para albricia de nuestros espíritus. 
   Y es sólo una muestra. Una muestra que abre el hambre, el literario. 
   

DE LA INFANCIA Y OTROS SABORES

(Extracto)

   Las casas de mi infancia guardan un olor especial. Es difícil recordar cada uno, pero en un intento por revivir mi niñez, llega el hervor de las legumbres expandiéndose por todo el lugar y desde luego el olor de la avena caliente con canela.
    Tuve varias casas, la primera era grande, con misteriosos zaguanes y pasadizos, las puertas eran grises y anchas y llevaban candados. Había un cuarto muy pequeño donde se guardaban cosas viejas, olía a trementina, cuero, naftalina y a veces a madera húmeda. Para mi edad, era un cuarto lúgubre por eso de los recuerdos amontonados y las cosas viejas, también un cuarto fantasma.
   En el sótano reposaban viejos libros amarillentos y llenos de polvo, redenciones, una escalera y el cajón donde se molían las mazorcas. Era oscuro y aunque prendiéramos la luz, se veía opaco y tenebroso. Después de la puerta quedaba el solar: Pues bien, este era otro cuarto fantasma; allí olía a tiempo y a muerte.
   Aún recuerdo un cuarto que nunca se abría, era como si hubiera un tesoro oculto, siempre quise saber qué contenía, sólo los adultos entraban allí, con el paso del tiempo yo lo pude hacer; primero miraba por las hendijas de la puerta pero nunca pude ver nada. Finalmente descubrí unos muebles grandes, tal vez de épocas remotas, un tapete cobijando la fría baldosa y unos cuadros cuyas imágenes no recuerdo, tal vez eran Crísticas como aún suele suceder. Aquel cuarto olía a soledad y a encierro.
   La vieja historia cuenta que allí vivió un prócer de la independencia, en la puerta aún se conserva la placa que da fe de su nacimiento, no pretendo ahondar en este pasado desconocido aunque me llena de orgullo saber que aquí sucedió algo realmente importante para la historia de mi pequeña y gran patria y siempre que tengo la oportunidad hablo de esto, de la que fue mi casa cuando ya para otro había sido su cuna y ahora que lo pienso hay muchas razones que explican la magia de sus ventanas, puertas y paredes.
   La cocina era maravillosa, de forma rectangular y con una ventanita que daba al solar donde la abuela tenía sus animales y aves de corral y otra cocina con un oscuro fogón de leña, donde después, jugábamos. Esta cocina era negra, poblada por el carbón y el humo, allí reposaba la madera y unos cuantos objetos que utilizaba el abuelo; canecas de leche y platos viejos. Ese lugar, sí que huele a infancia. Allí se reanudaban los sueños amparados por la espera de un futuro, comíamos y jugábamos a ser grandes, mientras la abuela envasaba la leche con un embudo mágico.
   En el patio trasero había un tanque donde a veces me bañaba. Desde allí se podían mirar a los otros huertos, otras casas y patios. La escuela también se veía a lo lejos, desde allí me miraba mi mamá en las mañanas hasta verme entrar por la única puerta, aquella por donde entraban los sueños. Todavía conservo una foto, sentada en el escritorio de la maestra posando para la posteridad, para el recuerdo o tal vez, para el olvido.
   Bien, digo que fue mi primera casa, pero mi madre me habla de otra, la que ahora juega a tocarse con la que hoy de adulta habito. Tal vez estaba muy pequeña para recordarlo, pero allí pasé las primeras noches, cuando ella en medio de la temible oscuridad esperaba la llegada de mi padre después de un día de arduo trabajo. Después hablaré de ella, todavía tengo la fortuna de visitarla y mirar el patio desde mi ventana.
   En la casa del prócer olía a flores frescas, a chocolate caliente, el agua era helada y desde la ventanita se veía el cementerio. Después de tanto tiempo quisiera regresar, sentarme en el patio, encerrarme temprano a dormir y caminar por aquellos corredores que me vieron crecer. Pero ha pasado tanto tiempo, creo que sus paredes ya se olvidaron de mis manos, sin embargo aún la siento como si fuera ayer.                  
   Todavía vive la imagen de los abuelos, la que sólo morirá cuando muera quien me recuerde, quien me conozca sabrá que mis abuelos permanecen en mi memoria siempre, en todo lugar. 
   El segundo piso de la casa era entablado, la madera relucía y olía a jabón. La abuela se arrodillaba y lavaba. Era como otra casa, la sala permanecía abierta y la cocina era más amplia y en ella grandes baúles donde guardaba las semillas y los granos. Una vez, en ese lugar el abuelo me sentó sobre sus piernas y jugó conmigo a ser un pequeño animalito, ofreciéndome pequeños pellizcos. Hablábamos mucho y creo que a veces dormíamos juntos. Yo estaba con él cuando enfermó por primera vez, cuando ya se asomaba su vejez. En este piso no había cuartos fantasmas. 
   Aquella casa entonces o ese segundo piso olía a nuevo, no tenía pasadizos, sólo unas escaleras que llevaban al infinito. Unos días arriba y otros abajo, en fin.

(Copyright: Claudia Patricia Arbeláez Henao) 

Este extracto forma parte de una obra titulada VECINDARIOS, obra inacabada, según palabras de la propia autora: 
Nota de agosto 11 de 2013.
Esta historia nunca llegará a su fin, no por lo menos en este plano.
Sigo escribiendo esperando hasta el día en que mis dedos puedan danzar sobre el papel, todavía llevo mi cuaderno de notas en mi morral para no olvidar lo que quiero atrapar, ya no confío plenamente en mi memoria, no se le puede dar gratuidad a los años, prefiero confiar en el viejo cuaderno.
Agradecimientos a quienes habitan la palabra y se dejan habitar por ella.

Claudia Patricia Arbeláez Henao.

jueves, 18 de julio de 2013

Tu muñeca

   Acomodé todo mi peso en mi glúteo derecho mientras me asomaba por la ventanilla para vomitar parte del almuerzo repugnante de la hamburguesería de carretera. El aire fresco de aquellos instantes era el único atisbo de libertad que me permitía mi acompañante mientras era vigilada férreamente por sus ojos de culo de botella, a la vez que los entornaba para mirar la carretera que tenía delante.
   Me limpié la última salivilla con la manga y su mano derecha tiró del cinturón, donde me tenía agarrada, como apoyando solidariamente el trabajo que ya hacía la cadena con la que estrangulaba mi cintura.
   No hablábamos, pues su chirriante voz ya me había amenazado suficientes veces, y especulaba, de vez en cuando, en voz alta, sobre los kilómetros que faltaban para llegar a nuestro destino.
   Lo que me esperaba allí estaba reservado a su depravada imaginación, pues cuando, dos días y medio antes, me despertó en la cabina del convoy, para amenazarme con no volver a ver más a mi madre, de la que me había separado con argucias de charlatán embaucador antes de apagar su conocimiento y sentido, me relató que nos dirigíamos a un paraíso de quietud, donde él podría obrar a su antojo y yo gritar con incontinencia.
   Desde su primera amenaza, yo no abrí la boca, por lo que me resultaba fascinante que, en su soliloquio, se refiriera a mi voz como propia de un ángel, cuando, creía yo, no había tenido tiempo de escucharla.
   Su interés sexual por mí no se hizo patente hasta que cayó la noche del tercer día de carretera, pues, el muy bellaco, había aprovechado mi extremo cansancio para repostar combustible y para levantarme la falda en la oscuridad de la noche. Sus sucios dedos acariciando el cinturón de mi vestido y posándose en mi piel tersa y seca.
   El hambre me despertaba de sus excursiones táctiles, pues el estómago se quejaba, y él, miope imberbe, me partía, contra la guantera, unas cuantas nueces, que yo tragaba presurosa ante su jolgorio insultante.
   Me aguantaba las ganas de orinar todo lo que podía, pues no quería que sus imaginaciones calenturientas se hicieran realidad antes de tiempo, por lo que el remedio era peor que la enfermedad, ya que se me acumulaban todas las indisposiciones posibles y el olor, que a él no parecía importar, era ya nauseabundo.
   Su remedio, ante todo aquello, fue previsible. Por la mañana del cuarto día llegamos a su refugio, y nada más desencadenarme y bajarme a trompicones, embebió en gasoil los asientos y prendió fuego al que nos había llevado hasta allí.
   Mientras mirábamos como ardía la cabina, nos íbamos alejando hacia un pequeño estanque, donde, para mi sorpresa, me obligó a bañarme y, según sus palabras, así librarme de todo el bochorno que debía tener en mi conciencia.
   No adiviné, tras aquellos vidrios verdes y sucios, la expresión de sus ojos al verme desnuda, pero que no se moviera un ápice mientras me contemplaba me dio pistas de su naturaleza.
   Cuando terminé de ensuciar el agua de la orilla, le miré, sólo le miré, y a mi mirada inocente y quejumbrosa, respondió con un tirón salvaje de la cadena, tan inesperado que casi me quebró el espinazo. No le di el gusto de gritar, pero sí de llorar en silencio.
   Desnuda, pasé al lado del calor del incendio, pues el camión no había explotado, imagino que para no atraer oídos lejanos impertinentes. Él andaba, dándome la espalda, unos siete pasos por delante de mí, llegando al porche de la cabaña y empujando suavemente la puerta hacia dentro.
   Me esperó bajo el umbral de la entrada, recorriendo mi cuerpo con la mirada, y alcanzándome, con la mano libre, una toalla gigantesca con la que envolví mis temblores tiritantes.
   Una vez en el recibidor quedé impactada por lo que me anunciaban sus amarillos dientes irregulares como su bienvenida al hogar, a su dulce, a nuestro dulce hogar.
   Han pasado tres años y soy medio feliz junto a él. Me equivoqué en sus pretensiones, pues jamás ha tocado otra piel que no pertenezca a alguna zona inocente de mi cuerpo y jamás me ha forzado a hacer nada que yo no quiera y que no se pueda hacer dentro de los límites de este extraño enclaustramiento, y jamás me ha hecho llorar salvo de soledad, cuando me abandona para buscar alimento o sostén económico para mantener este paraíso privado.
   Me permite escribir esto, y me hace dudar de si me robó a  mi madre, viuda en aquel tiempo, o fue ella la que me dejó ir.
   Cada vez me repele menos pues, aunque no cuida su aspecto, se separa de mí cuando huele a cerveza o a sudor de huerto.
   Tengo ya quince años y sigo siendo virginal y pura, excepto en mis pensamientos, cuando a veces me clama el espíritu de venganza. Pero, pienso, no tengo aún fuerza física para matarle y huir.
   Dejaré que me alimente con sus mimos y sufriré, silenciosa, mi soledad, y saciaré su felicidad, la que fue a buscar aquella mañana de otoño, ya lejana, cuando se acercó al centro comercial para conseguir una muñeca, que ahora agradece, en sus rezos nocturnos, a Dios.
   Yo también agradeceré a Dios el día en que pueda romper en mil pedazos el tarro en que guarda mi lengua en formol, porque, por lo menos, esa parte de mi cuerpo será libre, y aunque no pueda recuperar las palabras que nunca he podido decirle, gritaré mi alegría por el recuerdo que tengo de una vida lejos de estos prados, del estanque maravilloso, de esta casa de ensueño.