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domingo, 5 de octubre de 2014
Dos destellos
Gertrudis pensaba que estaba sola en el mundo porque nadie iba a visitarla, porque nadie la llamaba por teléfono, porque cuando hablaba nadie parecía escucharla. Hasta aquel día en que Gertrudis se encontró con un tal Pablo, un hombre poco hablador, que, sin embargo, le contó la pequeña historia de su vida. Al hacerlo de manera tan desinteresada, sin que ella le pidiera saber sobre su vida, Gertrudis empezó a confiar tanto en Pablo como en ella misma y poco a poco se dio cuenta de que no estaba sola en el mundo y de que su opinión contaba para las personas porque, como le confesó un día Pablo: “Si no tienes a nadie que te escuche ni a quien escuchar, nunca desperdicies la oportunidad de conocerte a ti misma. Y queriéndote a ti misma verás que también cuentas mucho para los demás porque la felicidad se reflejará en tu cara y en tus actos”.
Cuando Gertrudis lo comprendió, fue inmensamente feliz. Y Pablo, el señor poco hablador, fue su mejor amigo porque reflejaba esa luz que Gertrudis siempre quiso encontrar, y ella, empezó también a ser luz, una radiante y cálida luz.
martes, 9 de septiembre de 2014
Negranieves
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domingo, 23 de febrero de 2014
Pizzicato
El hombre se encontraba encerrado entre dos paredes y dos
puertas porque estaba a oscuras en un largo pasillo de lo que estaba
definiendo, en el agobio claustrofóbico, como una trampa, en el laberinto
interior del Teatro.
A tientas,
tocando la pared con las yemas de los dedos y con el refilón de los zapatos, se
dirigía hacia las casi imperceptibles lucecillas rojas que asomaban por detrás
del teclado numérico de claves de apertura, para la libertad que habría tras abrirse aquella puerta.
Y mezclado con
el sonido del riego sanguíneo y el palpitar inmenso del silencio sepulcral, se
escuchaba, muy a lo lejos, la música que debía de emanar de un piano.
Se detuvo para
escuchar concentrado, para que sus pasos no interrumpieran, con sus sonidos
toscos de tacón, la belleza de la pieza. Pero no tuvo tiempo de deleitarse con
ella, ya que inmediato fue el cambio de registro, con un pizzicato de violines
que comenzaron a arremolinar su sentido de la orientación.
No comprendía
cómo se le podía estar haciendo tan largo el trayecto, cuando había podido
vislumbrar, antes de que se apagaran las luces, la verdadera dimensión del
recinto.
Y gritó:
-¡Hola! ¿Hay
alguien ahí?
Se rió de su
ocurrencia, por lo estúpida que había sido y, desechando una respuesta, siguió
avanzando. Poco a poco. Porque no recordaba si podría haber algún obstáculo
pegado a la pared.
Los violines
enmudecieron y volvió a escuchar su respiración mientras daba por alcanzada la
puerta que, con el tacto de un ligero golpeteo de nudillos, aseguró era metálica.
Y como así sentenció, así empezó a golpear con las palmas de las manos,
provocando truenos en el aire, que rebotaban y se mezclaban, con sus gritos, en
un caos.
Desechó la
posibilidad de intentar adivinar la combinación porque ni siquiera sabía cuántos
dígitos tendría que marcar y continuó con sus desesperadas increpaciones a los
posibles oyentes que hubiera al otro lado.
Y nadie acudía.
Y maldijo el
despiste de una o varias horas antes. Ni siquiera tenía la posibilidad de la llamada
de urgencia con su teléfono móvil porque ¡se lo había dejado en el aparcamiento,
dentro del coche!
Apoyó la espalda
contra la pared y la deslizó hasta sentarse en el frío suelo.
¿Cómo había ido
a parar allí?
¿En qué parte de
las instrucciones del guardia de seguridad que le atendió se había equivocado?
Tuvo claro que
la persona que le habría estado esperando, para la entrevista de trabajo,
habría finalizado con los otros candidatos y se habría ido.
¿Qué hora sería
ya? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿A nadie más se le iba a ocurrir coger este
atajo? ¿Por qué no aparecía nadie?
Puso la cara
entre sus manos y las acercó a las rodillas, balanceándose en pequeños
ejercicios abdominales, como si escuchara una nana, y empezó a cantarla.
Suavemente. Porque necesitaba el arrullo de su propia voz. Y sin saber si
mental o física, empezó a escuchar una flauta, que lo acompañaba en su tarareo.
Y decidió que no
se adormecería. Que tenía que salir de allí. Y despegó las manos. Y levantó los
párpados. Siguiendo cantando. Y una pequeña luminosidad empezó a hacerse
patente. Veía sus manos, y sus rodillas, y sus zapatos, y el suelo. Y las
paredes a ambos lados, y el pasillo que había dejado atrás, cada vez más claro,
cada vez más blanco. Y no dejó de cantar, porque tenía miedo de que, si lo
hacía, volviera la oscuridad. Y la flauta le seguía acompañando.
Puso una mano en
el suelo y se empujó para levantarse.
¡Qué delicada
voz salía de sus cuerdas vocales! ¡Qué armonía! ¡Qué dulzura sublime!
Recordó,
entonces, que a eso había ido al Teatro. A cantar. Para que le escucharan. Para
que le escogieran. Para el próximo proyecto operístico. Con su voz contratenor.
Y siguió
cantando, llenando de efluvios musicales lo que minutos antes había sido una
pesadilla de silencio y caos.
Eclipsando el
sonido de la flauta, porque él también era la flauta, el violín, la orquesta
entera.
Tan entusiasmado
que no se percató que una de las dos puertas se entreabrió. Y volvió la luz.
Toda. Íntegra. La de todos los fluorescentes que cruzaban, longitudinalmente, el techo del pasillo.
Y calló.
Y gritó.
-¡Hola! ¿Hay
alguien ahí?
(Dedicado a Juan
Diego Baños de Andrés,
que, con una
aventura casi parecida,
me inspiró este
relato.)
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domingo, 1 de diciembre de 2013
Caronte
Tantos
años de lascivia le llevaron a la deshonra. La familiar, la profesional. Nadie esperaba
que se culpara por ello.
Había
sido extremadamente feliz, y ahora, olvidado por sus amantes, mendigaba cariño
en los asilos de ancianos, donde nadie le reconocía, donde nadie le criticaba,
donde nadie le juzgaba, hasta que, ya cerca de la muerte, en la penumbra de la
pena, se espantó por su aspecto, pues no discernía si era un ángel o un demonio
el que le acompañaría a cruzar el umbral al más allá.
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lunes, 12 de agosto de 2013
Cerebro
Cerebro no es igual a mente. Estoy
convencido. Yo tenía cerebro y casi lo destruyo para alimentar mi mente. Caí en las drogas porque lo natural no me satisfacía en lo más mínimo.

Debo agradecer a tu dios, si es que existe,
que me retirara a tiempo de aquel callejón sin retorno. Acción y reacción
disgregaron los efectos malignos de los estupefacientes ingeridos. Acción directa
de desviar toda mi atención e intención en mi eterna búsqueda de la perpetua
perfección.

Perdí mi propia percepción de mí mismo, y
eso era ya demasiado, insultantemente grave.
Mi cerebro intervino como salvador de lo que
contenía, como una madre que protege a sus crías, a sus cachorros por los que
luchará hasta la muerte. Mi cerebro, desmembrado, no reconocía a sus propios
integrantes; sus neuronas bailaban en la oscuridad, su materia gris se
recalentaba
y fundía en una cascada de lava incontrolable. Y acudió a sus reservas de
lucidez. Su as en la manga: Me ordenó dormir, dormir hasta nuevo aviso.
Desconexión ¡ya! Modo inoperante. El vegetal debía guarecerse de las lluvias
demasiado intensas, antes que se transformaran en avasallador granizo.
Padre, madre, morí una vez, y creo que
decidí no volver a hacerlo más hasta que fuera mi auténtica hora, la
definitiva.
El hospital me enseñó a engarzar mis
eslabones mentales. Muy, muy len-ta-men-te. Tanta languidez parecía anulación.
Hasta que un día, el modus operandi entonó la situación en espera como algo
superado. Y reviví. Como esos mesías resucitados en una segunda oportunidad.
Y si pierdo esa segunda oportunidad sabré
que los pasos deben ser siempre hacia adelante, sin mirar atrás, sin dejar
huellas en una vida a mis espaldas. Siempre hacia adelante.
¡Mesías malcarados!
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La palabra perfecta
Recuerdo aquel
personaje de aquella novela en que el sufrimiento por no encontrar la palabra
perfecta para comenzar una historia escrita le llevaba a la desesperación. Lo
recuerdo porque, a veces, le envidio. Como envidio, sanamente, a los que pintan,
a los que componen música, a los que, en definitiva, logran crear belleza.
Como aquel personaje
de aquella novela, sufro a veces por no encontrar la palabra correcta para
comenzar una historia escrita. Por la mente desfilan cien mil que no encajan en
los sentimientos que desfilan en mi corazón. Y a veces abandono el intento de
crear algo por no luchar, por no aceptar sufrir.
Sé que no soy un
buen escritor. Es más, creo que ni siquiera puedo considerarme como tal. Soy un
pobre desgraciado que intenta plasmar ideas en un papel antes de que éstas se
olviden.
Tengo tantas ganas
de comenzar a escribir algo verdaderamente sincero. Sincero conmigo mismo,
sobre todo. Porque si me traiciono a mí mismo, ¿qué soy?
Algún día lo lograré.
Encontrar la palabra perfecta. El sentimiento y pensamientos perfectos ya
existen pero transmitirlos ¡es tan difícil!
Dijo un gran
filósofo lo de sólo sé que no sé nada. Yo, además de no saber nada, ni esa
ignorancia sé expresarla.
Pobre de mí que
tengo tanto que decir y no sé hacerlo.
Cuando leo
historias escritas por otros, me encuentro conmovido por su facilidad para
hacerme sentir vivo, para transformarme en otras personas por algunos instantes,
por llevarme a sitios que nunca visité ni visitaré, por transportarme a otros
tiempos que siempre quise experimentar. Es maravilloso crear. Lo digo ahora y
lo diré siempre.
Es estupendo
encontrar la palabra perfecta. La tengo en la punta de mi pluma. A punto de
salir. El rompecabezas de mis sentidos se compromete a forzar la situación.
La palabra perfecta
es…
¡Maldita sea!
Ha vuelto a escapar.
Volveré sentirme inservible. Volveré a sentirme
incapaz de hacer ver a los demás que puedo ayudarles.
Pero, en
definitiva, soy lo que soy, y ya escribiendo esto hago un esfuerzo por
definirme.
Sé, en el fondo de mi ser, que la única palabra perfecta es… AMOR. No
hace falta que ni la escriba. Basta con que la transmita.
Recuerdo, entonces, a aquel personaje de aquella novela
que también supo, a tiempo, que AMOR era su palabra buscada.
Y quizás no le
envidie tanto.
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jueves, 18 de julio de 2013
Tu muñeca
Acomodé todo mi
peso en mi glúteo derecho mientras me asomaba por la ventanilla para vomitar
parte del almuerzo repugnante de la hamburguesería de carretera. El aire fresco
de aquellos instantes era el único atisbo de libertad que me permitía mi
acompañante mientras era vigilada férreamente por sus ojos de culo de botella,
a la vez que los entornaba para mirar la carretera que tenía delante.
Me limpié la
última salivilla con la manga y su mano derecha tiró del cinturón, donde me
tenía agarrada, como apoyando solidariamente el trabajo que ya hacía la cadena
con la que estrangulaba mi cintura.
No hablábamos,
pues su chirriante voz ya me había amenazado suficientes veces, y especulaba,
de vez en cuando, en voz alta, sobre los kilómetros que faltaban para llegar a nuestro
destino.
Lo que me
esperaba allí estaba reservado a su depravada imaginación, pues cuando, dos días
y medio antes, me despertó en la cabina del convoy, para amenazarme con no
volver a ver más a mi madre, de la que me había separado con argucias de charlatán
embaucador antes de apagar su conocimiento y sentido, me relató que nos
dirigíamos a un paraíso de quietud, donde él podría obrar a su antojo y yo
gritar con incontinencia.
Desde su primera
amenaza, yo no abrí la boca, por lo que me resultaba fascinante que, en su
soliloquio, se refiriera a mi voz como propia de un ángel, cuando, creía yo, no
había tenido tiempo de escucharla.
Su interés
sexual por mí no se hizo patente hasta que cayó la noche del tercer día de
carretera, pues, el muy bellaco, había aprovechado mi extremo cansancio para
repostar combustible y para levantarme la falda en la oscuridad de la noche.
Sus sucios dedos acariciando el cinturón de mi vestido y posándose en mi piel
tersa y seca.
El hambre me despertaba
de sus excursiones táctiles, pues el estómago se quejaba, y él, miope imberbe,
me partía, contra la guantera, unas cuantas nueces, que yo tragaba presurosa
ante su jolgorio insultante.
Me aguantaba las
ganas de orinar todo lo que podía, pues no quería que sus imaginaciones
calenturientas se hicieran realidad antes de tiempo, por lo que el remedio era
peor que la enfermedad, ya que se me acumulaban todas las indisposiciones
posibles y el olor, que a él no parecía importar, era ya nauseabundo.
Su remedio, ante
todo aquello, fue previsible. Por la mañana del cuarto día llegamos a su
refugio, y nada más desencadenarme y bajarme a trompicones, embebió en gasoil
los asientos y prendió fuego al que nos había llevado hasta allí.
Mientras mirábamos
como ardía la cabina, nos íbamos alejando hacia un pequeño estanque, donde,
para mi sorpresa, me obligó a bañarme y, según sus palabras, así librarme de
todo el bochorno que debía tener en mi conciencia.
No adiviné, tras
aquellos vidrios verdes y sucios, la expresión de sus ojos al verme desnuda,
pero que no se moviera un ápice mientras me contemplaba me dio pistas de su
naturaleza.
Cuando terminé
de ensuciar el agua de la orilla, le miré, sólo le miré, y a mi mirada inocente
y quejumbrosa, respondió con un tirón salvaje de la cadena, tan inesperado que
casi me quebró el espinazo. No le di el gusto de gritar, pero sí de llorar en
silencio.
Desnuda, pasé al
lado del calor del incendio, pues el camión no había explotado, imagino que
para no atraer oídos lejanos impertinentes. Él andaba, dándome la espalda, unos
siete pasos por delante de mí, llegando al porche de la cabaña y empujando
suavemente la puerta hacia dentro.
Me esperó bajo
el umbral de la entrada, recorriendo mi cuerpo con la mirada, y alcanzándome,
con la mano libre, una toalla gigantesca con la que envolví mis temblores
tiritantes.
Una vez en el
recibidor quedé impactada por lo que me anunciaban sus amarillos dientes
irregulares como su bienvenida al hogar, a su dulce, a nuestro dulce hogar.
Han pasado tres
años y soy medio feliz junto a él. Me equivoqué en sus pretensiones, pues jamás
ha tocado otra piel que no pertenezca a alguna zona inocente de mi cuerpo y
jamás me ha forzado a hacer nada que yo no quiera y que no se pueda hacer
dentro de los límites de este extraño enclaustramiento, y jamás me ha hecho
llorar salvo de soledad, cuando me abandona para buscar alimento o sostén
económico para mantener este paraíso privado.
Me permite
escribir esto, y me hace dudar de si me robó a
mi madre, viuda en aquel tiempo, o fue ella la que me dejó ir.
Cada vez me
repele menos pues, aunque no cuida su aspecto, se separa de mí cuando huele a
cerveza o a sudor de huerto.
Tengo ya quince
años y sigo siendo virginal y pura, excepto en mis pensamientos, cuando a veces
me clama el espíritu de venganza. Pero, pienso, no tengo aún fuerza física para
matarle y huir.
Dejaré que me
alimente con sus mimos y sufriré, silenciosa, mi soledad, y saciaré su
felicidad, la que fue a buscar aquella mañana de otoño, ya lejana, cuando se
acercó al centro comercial para conseguir una muñeca, que ahora agradece, en
sus rezos nocturnos, a Dios.
Yo también
agradeceré a Dios el día en que pueda romper en mil pedazos el tarro en que
guarda mi lengua en formol, porque, por lo menos, esa parte de mi cuerpo será
libre, y aunque no pueda recuperar las palabras que nunca he podido decirle, gritaré
mi alegría por el recuerdo que tengo de una vida lejos de estos prados, del
estanque maravilloso, de esta casa de ensueño.
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sábado, 22 de junio de 2013
Historia: Mi primer cuento (hasta ahora inédito)
CRISIS DE FAMILIA
1.
¡Qué grande es mi
hermano Sergio!
De los dos
hermanos que tengo, él es el más alegre y divertido y el más cariñoso conmigo.
Es un hermano mayor ideal.
No sé por qué mi
madre siempre anda regañándole, no lo sé. Él se porta estupendamente y ella,
sin ningún motivo, siempre pone falta a cualquiera de sus actos.
No sé qué hay de
malo en que salga una noche a la semana. Tiene derecho. Ya es mayorcito.
Lo más lógico
para su edad, comparándolo con los demás, es que saliera mucho más a menudo. Se
merece algunas horas de expansión después del agobio que debe de suponer no soltar
los libros de estudio en tantas horas como hace él.
No tiene novia,
ni falta que hace. Ya tendrá tiempo. Mamá dice que, aunque es un buen partido,
ninguna chica se le acerca por su carácter. No sé a qué viene eso.
A veces pienso
que mamá le tiene manía por ser el que más le tira a papá. Al ser el primer
hijo, papá siempre lo ha tenido como su preferido. A mí no me importa, lo
comprendo. Yo, en su lugar, quizás haría lo mismo.
De todas
maneras, y sin tener en cuenta todo lo demás, a mí me sigue pareciendo un tío
grande.
Es jugador de
hockey sobre hielo, el mejor de su equipo.
Ama su stick de
hockey. Con él pasa muchas horas. Le acompaña en sus estudios en casa, cuando
sale con sus amigos por las tardes y, claro está, cuando tiene que entrenarse o
jugar algún partido. Es como si fuera su mascota. Lo cuida tanto que a veces me
da envidia de que no me trate a mí con el mismo cariño. Y eso que a mí me
quiere mucho.
Esta pequeña
manía pasará con el tiempo. Eso creo yo.
2.
Esta mañana, al
despertar, he visto la cama de mi hermano igual que antes de acostarme. No ha
dormido en casa.
Al levantarme e
ir a desayunar he visto a mamá aún en camisón y llorando desconsoladamente en
el comedor.
Al preguntar qué
ha ocurrido, se seca las lágrimas que caen cara abajo y me mira con suma
atención. Se lo vuelvo a preguntar y me contesta “Siempre lo mismo, siempre lo
mismo” y estalla de nuevo en sollozos.
¿Qué habrá
querido decir?
3.
-¡Hola, Sergio!
-¡Hola,
hermanito!
Esta es toda
nuestra conversación después de que Sergio salga del cuarto del baño, tras
haber llegado a casa poco antes de almorzar.
¡Vaya
cara que tienen los cuatro! Mi padre sentado a la cabeza de la mesa, mi madre
frente a él, Sergio al lado derecho de papá, y Antonio y yo frente a Sergio.
Todos callados.
Cuando mamá se
levanta un momento para repartir la comida, echa una rápida mirada a Sergio,
luego una más larga a mi padre y rompe de nuevo a llorar. Deja
las cosas encima de la mesa y se marcha hacia su habitación donde, de un gran
portazo, se aísla del resto de la casa y de los que la habitan.
Papá nos mira
insistentemente a los tres hermanos y, tras terminar su plato, se levanta y se
va con mamá.
¿Qué pasa hoy
aquí?
4.
¡Qué tarde más
maravillosa estoy pasando! Mi hermano me ha invitado a ir al cine y, después de
ver una estupenda película de ciencia ficción, pues sabe que son mis favoritas,
nos estamos comiendo unas hamburguesas acompañadas de refrescos.
Yo ya no ceno
esta noche. Mi hermano, no sé, pero creo que tampoco.
Sergio consiguió
que papá le dejara el coche y gracias a eso hemos podido ir a más sitios de
nuestra gran ciudad.
Cuando
terminamos la parranda volvemos a casa, mejor dicho, vuelvo a casa, porque mi
hermano me lleva hasta la puerta y, sin ninguna explicación, se marcha. Lo más
seguro es que papá ya tenga esa explicación.
Cuando llamo a
la puerta me recibe mi madre y con una rápida mirada a mi alrededor, se
sobresalta y me pregunta por mi hermano. Yo explico lo que ha pasado y me hace
entrar.
-¡Tu hijo, tu
hijo!
-¿Qué pasa,
mujer?
Mi madre abre
los ojos y, con una mueca de la boca, completa una expresión de terror.
Mi padre parece
comprender y se van los dos corriendo hasta mi cuarto. Abren el armario de
Sergio y allí encuentran las respuestas para todas mis preguntas: Falta el
stick de hochey .
Pero, ¿y qué
pasa con eso? Es normal que mi hermano se lleve el stick.
Parece ser que
eso es lo malo, que es normal.
No comprendo
nada
5.
Esta noche sí ha
dormido mi hermano en casa. Una vez que desperté en la noche lo encontré tirado
sobre la cama, pero había algo extraño, estaba vestido con su ropa de calle.
Ahora me vuelvo
a despertar y me alarmo con más razón.
Grandes gritos e
inquietantes sollozos conforman una mañana de pesadilla.
Me levanto y me
encuentro una escena propia de un manicomio.
Mi hermano
Antonio tirado en el suelo junto a mi madre que está agarrando a mi hermano
Sergio por el cuello con un brazo y con el otro intentando que no se le acerque
mi padre. Se ha vuelto loca. No sé qué hacer. Estoy anonadado.
Antonio intenta
levantarse pero mi madre, con una patada, lo impide. ¿De dónde habrá sacado toda
esa fuerza? Se dice que en situaciones límite cualquier ser humano experimenta
un cambio físico y mental que va más allá de lo explicable. Mi madre está en
una situación límite. Cuando me paro frente a ella me fijo en sus ojos
ensangrentados.
¡¿Qué pasa aquí?!
Al gritar con
todas mis fuerzas, la escena se para y cambia, a continuación, radicalmente: Mi
padre consigue llegar hasta mi madre que está como ensimismada mirándome, con
los brazos caídos y la boca abierta. Deja, por fin, a Sergio en libertad, mi
otro hermano consigue levantarse y yo ayudo a papá a calmar a mamá. Todo
esto, en poquísimos segundos.
Me doy cuenta
que nadie ha respondido aún a mi pregunta.
Cuando mamá
parece haber recobrado el sentido de la realidad decido dejarla con mi padre y
voy al cuarto de baño donde he visto entrar a Sergio.
Llamando y
llamando, logro que mi hermano me abra la puerta.
Aún soy joven y
no estoy para algunas cosas. Algunas cosas como las que veo representadas en mi
hermano.
Una mano
descuelga el teléfono de la salita.
-He decidido
entregárselo.
-… … …
-¿Cómo? ¿Que no
sabe de qué hablo? ¿De qué va a ser? ¿No están ustedes investigando el caso de
los diez homicidios con arma desconocida?
-… … …
-Sí, sé quién es
el asesino.
-… … …
-No. Sólo cuando
decidan algo concreto les daré mi nombre.
6.
-Hijo, tú sabes
que te quiero mucho.
-Sí, papá.
-Y que haría lo
que fuera mejor para ti.
-Sí, papá.
-Entonces, lo
debes comprender.
-Sí, papá…
bueno, no papá.
-Si es muy
sencillo. Hazte cargo de la situación que atravesamos.
-Me hago cargo.
-Bueno, pues si
te haces cargo, entonces, ¿por qué no comprendes?
-Porque no sé
por qué me queréis separar de mi stick.
7.
Llaman a la
puerta. Salgo de mi habitación para abrirla.
-Buenos días, ya
estamos aquí. ¡Actúa con mucha calma!
-¿De qué hablan?
-¿Quién es
nuestro contacto?
-Yo, señores, y,
por favor, guarden un poco más de silencio.
¿Qué tendrá que
ver mi padre con estos señores?
Me aparta de la
puerta y los hace entrar llamándoles la atención sobre la puerta de su
dormitorio. Mamá debe de estar aún durmiendo.
Con suma rapidez,
dos de los hombres se dirigen a la puerta de mi habitación y llaman la atención
de mi padre sobre ésta. Él asiente. Después me asalta el estupor. Sacan armas de
fuego del interior de sus chaquetas y entran con un “¡No intentes nada!
¡Policía!”
8.
Mi hermano los
estaba esperando. Los policías deciden que sus armas no valen contra un ser
indefenso. Pero él no está indefenso. En cuando vuelven a poner las pistolas en
su sitio, él se abalanza hacia ellos con algo en su mano derecha que asegura
con su otra mano y que me resulta muy conocido.
La cara de uno
de los agentes se deshace ante un golpe bestialmente certero.
Llegan al campo
de batalla dos hombres más que estaban junto a mi padre tomándole
declaración.
Dura es la
pelea. Mi hermano es dominado y su arma confiscada.
En esos momentos
mi madre y hermano menor se unen a mi padre y a mí para estar presentes cuando
se lleven a Sergio.
Uno de los
agentes saca una bolsa de plástico negra y con ella envuelve lo que había sido
el instrumento de diez asesinatos: Un stick de hockey.
9.
Hoy ha amanecido
un día gris pero, de todas maneras, decido ir a visitar a mi hermano. Sólo me
lo permiten una vez cada dos meses. El sanatorio mental cae bastante lejos pero
no hay problema; papá viene conmigo en su coche.
10.
La casa parece
otra cosa. Está llena de felicidad. Las comidas ya no se hacen tan largas como
antes, solemos salir toda la familia al campo los fines de semana y mamá está muy
contenta con un trabajo que ha conseguido. Ya empieza la próxima semana, aunque
creo que dentro de poco lo va a tener que dejar: Hace casi dos años que los cuatro
estamos justos en plena armonía y ayer papá me dio la buena noticia de que dentro de ocho meses
seremos uno más.
¡Qué alegría!
11.
¡Qué grande es
mi hermano Antonio! De los tres hermanos que tengo él es el más alegre y
divertido y el más cariñoso conmigo. Es un hermano menor ideal.
No sé por qué mi
madre siempre anda regañándole.
No lo sé.
(Nota: Este relato está basado en la letra de la canción “Stick
de hockey”, del grupo Ilegales, escrita por Jorge Martínez. Gracias por su
inspiración. Viveiro (Lugo), 20 de agosto de 1986)
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sábado, 15 de junio de 2013
Comienza el CICLO DEL PAVOR
Hace poco una lectora me decía que soy un friki que sólo sabe escribir historias de ciencia ficción para frikis. Creo que esta afirmación no es correcta, pues, como puedo demostrar en mis publicaciones en varias páginas web dedicadas a relatos cortos, escribo también poesía, reflexiones, dramas, microrrelatos y cuentos para niños y no tan niños.
Pero ahora quiero ir un poco más allá, empezando por mi blog para escribir también relatos de TERROR, auténtico terror por lo reales y quizás realizables y ya realizados en el mundo real. Así es como empieza mi Ciclo del Pavor, cuyos relatos y microrrelatos publicaré individualmente en algunas de esas páginas dedicadas a la literatura breve.
RUMORES
Críspulo
Hontananzas saludó calurosamente a su compadre Eustaquio antes de susurrarle,
con su aliento cargado en alcoholes, que su esposa estaba sacando los pies del
plato con su otro compadre, el Huevón Florindo, a lo que el supuesto ultrajado
contestó cortando de un tajo de navaja la sonrisa desdentada del cotilla
fabulador y mentiroso, y cuando, la cara chorreante de sangre preguntó el
porqué con un movimiento descontrolado de ojos, el compadre Eustaquio, susurró
también al oído, antes de cortar la oreja que lo ampliaba, que nadie se burlaba
de su esposa, aún virgen, y menos aún del único amor de su vida, el edulcorado,
amable, lisonjero y buen amante Florindo el Huevón.
HARTO
El maldito asesino
acababa de abandonar a su reciente víctima a los perros de la noche, sabiendo
que el olor del desventrado los atraería. Con sangre fría limpiaba el arma
homicida y, mientras lo hacía, recordaba con sorna los lamentos de súplica del
aterrorizado condenado.
Visualizaba ya la
cara del próximo sacrificado en su ritual y se prometía que sería una mujer,
porque ya estaba harto de buscarse en otros rostros masculinos, pues eso es lo
que hacía al suicidarse poco a poco con cada vida que arrebataba.
DIOS DINERO
Si tenía dinero,
era para disfrutarlo.
Y si tenía
muchísimo dinero no era para derrocharlo sino para vivir experiencias
irrepetibles, porque lo que tenía claro es que nadie había vuelto para
asegurarle que había otra vida después de ésta.
Las perversiones
normales, las que estaban más al uso entre los que eran como él, ya no le
satisfacían, y buscaba nuevas experiencias que inyectaran más adrenalina de lo
normal a su cerebro.
La libertad de no
haber caído en la trampa del matrimonio le había permitido experimentar todo lo
inimaginable con su sexo y el de los demás.
El anonimato que le
brindaba el chorreo continuo de sobornos a políticos e integrantes de las
fuerzas de seguridad, había hecho que sus ansias sadomasoquistas no alcanzaran
un umbral razonable. Pero siempre quería más, y al querer más, veía menguado el
universo de tentaciones.
Todo y todos tenían
un precio y él, por ahora, estaba dispuesto a pagarlo.
La vida de los
otros era un cheque en blanco, pero la muerte de los demás era algo más que el
poder de un dios, el que él personificaba cuando le daba en gana.
(Nota del autor: Este relato se lo dedico a Fernando García Mediano, padre de Miriam, una de las niñas asesinadas en Alcàsser, por ser un auténtico buscador de la Verdad y la Justicia, tan falta en este país llamado España)
YO DENUNCIO
Religiosamente bienhallado.
Religiosamente maniatado.
Religiosamente amordazado.
Religiosamente apaleado.
Religiosamente deshonrado.
Religiosamente invadido por la carne extraña de uno de los siervos de Dios en la Tierra.
El pecado de la provocación, por ser inocente y puro, debe ser castigado.
(Nota del autor: No es mi intención atacar las ideas religiosas de mis lectores. Sólo denuncio, de una forma literaria, un hecho constatado, y reprobado por la mayoría de los integrantes de la Iglesia Católica)
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sábado, 1 de junio de 2013
ORO
Remando y remando, volteando la vista para comprobar si le seguían. La carga era pesada y no sabía cuánto más podría resistir. Los rápidos del río le permitían descansar en las brazadas, pero no en las preocupaciones de verse estrellado contra las rocas del fondo o verse capturado por las lanzas de la tribu. Temía zozobrar y que el ídolo dorado se hundiese con la embarcación. Pensar en cuánto conseguiría por él en el mercado negro le daba nuevos ánimos. Conocía el río y sabía que éste no le traicionaría. También se hizo conocer y querer por la tribu y los traicionó. ¡Estúpidos!
La barca se zarandeó un poco más de lo normal en el penúltimo recodo antes de llegar a la playa donde fondearía.
¡Cómo logró engañarles! ¡Cómo logró embaucarles!
“¿Lograste engañarles? ¿Lograste embaucarles?”
-¿Quién habla?
El ruido insoportable de las aguas en ese último trayecto hacía que escuchara su propia voz interna. Debía de ser eso. Qué otra cosa podía ser. No había animales visibles por los alrededores.
“¿Por qué crees que soy tan valioso?”
Otra vez. Tantas horas sin comer le estaban jugando una mala pasada. Pero bueno, ya estaba bebiendo bastante. Demasiada agua había tragado un poco más arriba. Y con esa agua, seguro que unos cuantos animales minúsculos.
“Has cometido un grave error.”
Reconocía la zona. Aquellos tres árboles derribados sobre la orilla a su derecha. Con sus ramas adquiriendo aquellas formas tan particulares, entrelazándose sus troncos, de la misma manera en que lo hacían las piernas de Susana “la refajos”. ¡Qué hermosa mujer! ¡Y qué bruta haciendo el amor!
“En cuanto pusiste tus sucias manos en torno al pedestal, algo te dijo que no saldrías de ésta.”
De pronto, un árbol se quebró y su recio tronco chapoteó el agua a pocos metros por delante. Y se cruzó allí, en medio de la nada, para sentenciar que aquel era el final del viaje fluvial.
-¡Maldita sea mi suerte! – dijo antes de perder el equilibrio y hacer que la barca mostrara su quilla al aire.
En el remolino formado por su propio cuerpo, tanteó a ciegas en el fango buscando la figura sagrada.
“¿Sigues sin creer que no saldrás de ésta?”
Bajo las aguas quejumbrosas era imposible oír aquella lastimosa voz. No tenía tiempo más que para abrazar al ídolo y al tronco que había causado aquel estropicio en su destino.
Pero la corriente era demasiado poderosa y, en la desesperación, se cortó el brazo derecho con una rama punzante.
Tal era la velocidad del agua y del tiempo que ni el agua se enrojecía.
Serenarse, tocar fondo y andar hacia la orilla paso a paso, cogiendo aire por encima del borbotón. Y no soltar al dios dorado. Sobre todo no soltar los diez kilos de oro macizo en forma de enano cabezón y gordinflón cuya sonrisa adivinaba en la negrura de las aguas turbias.
La barca se alejaba hacia la catarata. Quizás no se hiciera astillas.
-¡Adiós, muchacha, gracias por tu ayuda!
Allí arriba aquellos pájaros de mal agüero rondando. Los veía cuando sacaba la cara para morder aire. Y la orilla, tan cerca, qué lejos quedaba.
Serenidad. Ese era el truco. Serenidad. Pronto lo lograría.
“Estás equivocado. Tu dios no lo permitirá. No permitirá el sacrilegio con otro dios, aunque no sea él.”
Gritar mentalmente ¡Basta, basta, basta! ¡Ya! ¡Basta!
El frío del agua le recordaba el dolor recién abierto del brazo.
Diez pasos, no más.
Pero el agua empujando con todas sus fuerzas, de lado, intentando soltar sus pies del fondo fangoso.
¡Menos mal que aquí no hay pirañas! Se rió por su suerte.
“¡No llegarás a poner un pie en tierra seca!”
Ya no hacía caso a aquella voz en su cabeza. Cuando pisara tierra firme y estuviera seco y caliente, se habría ido.
Ocho pasos.
Cada uno que adelantaba era un martirio para los dedos de los pies.
Ya el agua estaba por debajo de la cintura y el brazo abierto enrojecía su mano y el agua. Ya el ídolo estaba tomando aire. Ya percibía el movimiento de las alimañas entre la vegetación que tenía a la vista.
Y sonrió.
Seis pasos.
Se dio cuenta de que casi estaba en calzones pues tenía las perneras hechas jirones.
Por última vez miró a su derecha, por si aún lograba vislumbrar alguna embarcación acechadora.
“¿Crees que les engañaste?”
-Un buen ron es lo que necesito para volver a la cordura.
Tres pasos.
El agua por las rodillas.
-¡Habla lo que quieras! ¡No te soltaré!
¿Por qué había hablado a la figura? ¿No estaba la voz en su cabeza?
-Todo esto terminará en un instante.
La playa bajo sus pies, y unos pasos más allá la hierba y las plantas que le llamaban para que echara sobre ella su cuerpo, para que colgara en ellas sus ropas.
“¿No te das cuenta que les hiciste un favor?”
Un paso.
El pie en el aire para posar el talón y los dedos sobre la frescura verde.
Ahora pesaba el oro. Lo dejaría a un lado para desentumecer el brazo que lo aprisionaba.
Pensó, en milisegundos, que todo había sido demasiado fácil. Cuando entró en la choza del chamán, aprovechando su ausencia. Sin ningún hombre que custodiara el dios que estaba en el centro de aquella pirámide de ramas y adobe. Sin vigilancia por ningún lado. Creyendo que se había ganado su confianza después de haber extraído una muela con caries de la boca del jefe del poblado. Después de haber sufrido el regalo que le habían hecho como pago del milagro: Tres meses retozando con la hija amorfa del jefe, a la que había desvirgado en prueba de buena fe. Todo demasiado fácil.
Hasta que aquel apreciado día en que un bocazas de la tribu le habló del ídolo de oro puro, cuyo origen se había perdido en la historia de los clanes.
Justo el ídolo del que había escuchado leyendas de algún borracho en la tasca del marido de Susana “la refajos”.
Y allí estuvo, al alcance de la mano, para convertirlo en el hombre más rico del mundo civilizado que él conocía.
El instante de la última pisada. Su columna vertebral recta. Sus pies apostados firmemente. Soltaría al gordo cabezón y podría hacerse un torniquete para cortar el flujo de sangre que estaba enrojeciendo el espacio más allá de su mano derecha.
Doblando el espinazo para liberarse del peso, ahora demasiado evidente sin la ayuda de la ingravidez dentro del agua.
Y en el momento en que el ídolo tocó el suelo…
…Con el remo en las manos, volteando la vista para comprobar que no le seguían. La carga era demasiado pesada y no sabía cuánto más podría resistir. Temía zozobrar y que el ídolo dorado se hundiera con la embarcación.
¿Cómo logró engañarles? ¿Cómo logró embaucarles?
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domingo, 26 de mayo de 2013
En el fondo soy un cuentista
Rebusca que te rebusca, sondeando en mis archivos de papel para recuperar escritos que me inspiren o sean ya inspirados para ser compartidos, mira por dónde encuentro un cuento gráfico realizado por mi hijo en el año 2000 como trabajo para la escuela, donde escribí yo el texto para inspirar sus ilustraciones.
LA COMETA SOFÍA
Érase una vez un niño que, como no tenía alas, no podía volar y, por eso, con su cometa Sofía le gustaba jugar.
La volaba y volaba y tan alto quería llegar, que un buen día se le pudo escapar.
Pero agarrándose fuerte a su hilo, la llegó a controlar.
Pero un viento fuerte sopló...
... Y hacia el Sol se quería escapar.
Y el niño se puso a llorar porque su cometa sin él quería estar.
Y ella le dijo:
-No te preocupes, Juanito. Si te agarras fuerte fuerte conmigo también volarás.
Y Juanito, sin alas, el Sol pudo alcanzar.
EL FIN
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