El hombre se encontraba encerrado entre dos paredes y dos
puertas porque estaba a oscuras en un largo pasillo de lo que estaba
definiendo, en el agobio claustrofóbico, como una trampa, en el laberinto
interior del Teatro.
A tientas,
tocando la pared con las yemas de los dedos y con el refilón de los zapatos, se
dirigía hacia las casi imperceptibles lucecillas rojas que asomaban por detrás
del teclado numérico de claves de apertura, para la libertad que habría tras abrirse aquella puerta.
Y mezclado con
el sonido del riego sanguíneo y el palpitar inmenso del silencio sepulcral, se
escuchaba, muy a lo lejos, la música que debía de emanar de un piano.
Se detuvo para
escuchar concentrado, para que sus pasos no interrumpieran, con sus sonidos
toscos de tacón, la belleza de la pieza. Pero no tuvo tiempo de deleitarse con
ella, ya que inmediato fue el cambio de registro, con un pizzicato de violines
que comenzaron a arremolinar su sentido de la orientación.
No comprendía
cómo se le podía estar haciendo tan largo el trayecto, cuando había podido
vislumbrar, antes de que se apagaran las luces, la verdadera dimensión del
recinto.
Y gritó:
-¡Hola! ¿Hay
alguien ahí?
Se rió de su
ocurrencia, por lo estúpida que había sido y, desechando una respuesta, siguió
avanzando. Poco a poco. Porque no recordaba si podría haber algún obstáculo
pegado a la pared.
Los violines
enmudecieron y volvió a escuchar su respiración mientras daba por alcanzada la
puerta que, con el tacto de un ligero golpeteo de nudillos, aseguró era metálica.
Y como así sentenció, así empezó a golpear con las palmas de las manos,
provocando truenos en el aire, que rebotaban y se mezclaban, con sus gritos, en
un caos.
Desechó la
posibilidad de intentar adivinar la combinación porque ni siquiera sabía cuántos
dígitos tendría que marcar y continuó con sus desesperadas increpaciones a los
posibles oyentes que hubiera al otro lado.
Y nadie acudía.
Y maldijo el
despiste de una o varias horas antes. Ni siquiera tenía la posibilidad de la llamada
de urgencia con su teléfono móvil porque ¡se lo había dejado en el aparcamiento,
dentro del coche!
Apoyó la espalda
contra la pared y la deslizó hasta sentarse en el frío suelo.
¿Cómo había ido
a parar allí?
¿En qué parte de
las instrucciones del guardia de seguridad que le atendió se había equivocado?
Tuvo claro que
la persona que le habría estado esperando, para la entrevista de trabajo,
habría finalizado con los otros candidatos y se habría ido.
¿Qué hora sería
ya? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿A nadie más se le iba a ocurrir coger este
atajo? ¿Por qué no aparecía nadie?
Puso la cara
entre sus manos y las acercó a las rodillas, balanceándose en pequeños
ejercicios abdominales, como si escuchara una nana, y empezó a cantarla.
Suavemente. Porque necesitaba el arrullo de su propia voz. Y sin saber si
mental o física, empezó a escuchar una flauta, que lo acompañaba en su tarareo.
Y decidió que no
se adormecería. Que tenía que salir de allí. Y despegó las manos. Y levantó los
párpados. Siguiendo cantando. Y una pequeña luminosidad empezó a hacerse
patente. Veía sus manos, y sus rodillas, y sus zapatos, y el suelo. Y las
paredes a ambos lados, y el pasillo que había dejado atrás, cada vez más claro,
cada vez más blanco. Y no dejó de cantar, porque tenía miedo de que, si lo
hacía, volviera la oscuridad. Y la flauta le seguía acompañando.
Puso una mano en
el suelo y se empujó para levantarse.
¡Qué delicada
voz salía de sus cuerdas vocales! ¡Qué armonía! ¡Qué dulzura sublime!
Recordó,
entonces, que a eso había ido al Teatro. A cantar. Para que le escucharan. Para
que le escogieran. Para el próximo proyecto operístico. Con su voz contratenor.
Y siguió
cantando, llenando de efluvios musicales lo que minutos antes había sido una
pesadilla de silencio y caos.
Eclipsando el
sonido de la flauta, porque él también era la flauta, el violín, la orquesta
entera.
Tan entusiasmado
que no se percató que una de las dos puertas se entreabrió. Y volvió la luz.
Toda. Íntegra. La de todos los fluorescentes que cruzaban, longitudinalmente, el techo del pasillo.
Y calló.
Y gritó.
-¡Hola! ¿Hay
alguien ahí?
(Dedicado a Juan
Diego Baños de Andrés,
que, con una
aventura casi parecida,
me inspiró este
relato.)
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