Cerebro no es igual a mente. Estoy
convencido. Yo tenía cerebro y casi lo destruyo para alimentar mi mente. Caí en las drogas porque lo natural no me satisfacía en lo más mínimo.
Si la persona que tenía conmigo me dejaba
helado, quizás su paupérrima naturaleza se viera engrandecida con una ayuda de
filtros artificiales que actuaran como lentes convergentes. Y el efecto
traicionó mis expectativas: El objetivo quedaba a un lado y me dejaba absorber
por los caminos secundarios de aquella senda de destrucción.
Debo agradecer a tu dios, si es que existe,
que me retirara a tiempo de aquel callejón sin retorno. Acción y reacción
disgregaron los efectos malignos de los estupefacientes ingeridos. Acción directa
de desviar toda mi atención e intención en mi eterna búsqueda de la perpetua
perfección.
E hice saltar la alarma. De sonido
inexistente y, por su insonoridad, más audible. La locura continua, sin límite,
fagocitaba mis neuronas, ya no tenía una perspectiva pura de lo que me rodeaba,
ni de las cosas ni de las personas. Emergí en un mar de odio hacia los demás,
un odio irracional hacia los recuerdos protegidos en la burbuja de la
intocabilidad, hacia mi instrucción del devenir trascendente de las cosas,
hacia lo poco que había recaudado de la sabiduría escasa y valiosa, como los
hilos de azafrán, de mis prójimos. Sentí que me desgajaba como una naranja
ácida y rebelde en su amargura. Y el viento me sopló la memoria.
Perdí mi propia percepción de mí mismo, y
eso era ya demasiado, insultantemente grave.
Mi cerebro intervino como salvador de lo que
contenía, como una madre que protege a sus crías, a sus cachorros por los que
luchará hasta la muerte. Mi cerebro, desmembrado, no reconocía a sus propios
integrantes; sus neuronas bailaban en la oscuridad, su materia gris se
recalentaba
y fundía en una cascada de lava incontrolable. Y acudió a sus reservas de
lucidez. Su as en la manga: Me ordenó dormir, dormir hasta nuevo aviso.
Desconexión ¡ya! Modo inoperante. El vegetal debía guarecerse de las lluvias
demasiado intensas, antes que se transformaran en avasallador granizo.
Padre, madre, morí una vez, y creo que
decidí no volver a hacerlo más hasta que fuera mi auténtica hora, la
definitiva.
El hospital me enseñó a engarzar mis
eslabones mentales. Muy, muy len-ta-men-te. Tanta languidez parecía anulación.
Hasta que un día, el modus operandi entonó la situación en espera como algo
superado. Y reviví. Como esos mesías resucitados en una segunda oportunidad.
Y si pierdo esa segunda oportunidad sabré
que los pasos deben ser siempre hacia adelante, sin mirar atrás, sin dejar
huellas en una vida a mis espaldas. Siempre hacia adelante.
¡Mesías malcarados!