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lunes, 6 de enero de 2014

Nubes negras



   No he dicho toda la verdad sobre la existencia del amor desinteresado en mi historia. Aparte de mi madre, hubo otra persona: Vladis.
   Él fue un chico que me ofreció otra forma de amor que se salía de los parámetros normales: una amistad sincera, pura, perpetua. Perenne era su sonrisa al escucharme, perenne era el brillo de sus ojos al hablarme de sus pensamientos más recónditos, perenne era su entrega hacia mí en desinteresado intercambio de valores y de principios.
   Vladis fue, en definitiva, un hombre que me apoyó en mis mejores momentos y que me sorprendió con sus ánimos en los peores. Él fue mi salvador mental cuando mi madre se fue de mi vera para siempre.
   Le conocí en el colegio, y al principio de nuestra superficial relación, de obligados compañeros encerrados en un mismo recinto, no me fie de su extraño proceder. Me parecía absurdo que aquel chico enclenque y aparente despistado crónico ofreciera su ayuda académica sin objetivo de conseguir nada a cambio. Cuando otros se veían en el callejón sin salida de exprimir sus cerebros en busca de la nada de sus conocimientos, él los llenaba del rico jugo de la sabiduría. Y cuando casi todos conocieron el truco de acudir a él como gratuito salvamento, le empezaron a tomar por tonto. Tonto perdido, sin remedio y sin réplica. A él no parecía importarle. Hasta que yo me indigné en su lugar. No me gustan los explotadores y menos aún los explotados.
   Le abrí los ojos, y cuando consiguió reaccionar ante los abusos volcó todo su saco de virtudes sobre mí, no sé si en señal de agradecimiento. Fue imposible hacerle entender que no me debía nada, y él me hizo entender que no todo en la vida se hacía por agradecimiento, por beneficio, por compromiso o por responsabilidad. Y en su infantilidad me enseñó más que cualquier adulto y me abrió los horizontes de mi propio yo, los que no se han vuelto a cerrar jamás.
   Paseábamos, tras ir a clase, durante interminables kilómetros, hablando y hablando, aunque en la mayoría de las veces era un monólogo por su parte, pues yo prefería llenarme de aquello que parecía salir de la expresión de un ser muy experimentado en el devenir del mundo. Era un sabio con cuerpo de niño.
   Me tradujo el lenguaje de la Naturaleza, sus necesidades y sus protestas hacia el ser humano, me puso un espejo ante mi alma y me confesé con mis limitaciones inmateriales, me desengañó de los motivos auténticos del actuar del prójimo, me mostró las huellas que dejaban los amores platónicos en mi estela, me señaló, sin reparos, el despertar de mis próximas pasiones, me condujo al Cosmos, al Infinito, y jamás, repito, jamás, me mintió.
   ¿Qué querrían decir los demás cuando me hablaban de sentimientos impuros de él hacia mí? ¡Qué necesidad de calumniar a alguien por su destacar entre la mediocridad! Los que no le conocían eran los que, con el paso de los años, vieron en nuestra relación la suciedad no existente.
   Tanta fue la presión que ejercieron sobre nosotros, que un día, no señalado en mi memoria, Vladis desapareció de mi vida, pues no quiso que los otros me marcaran con un hierro imaginario y trastornaran mi inocente felicidad.
   Y me preguntaba cuándo volvería a encontrar a alguien como Vladis, a alguien como mi madre, seres que brillaron con altruismo puro. ¿Por qué todo se había corrompido?



   

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