Con los “no te
voltees” y “dame toda la plata que llevas encima” se apresuró a dictaminar que
quien la estaba asaltando a plena luz del día era un desesperado emigrante
víctima de la cada vez más profunda crisis económica.
Los dos perros
que estaba paseando sí se voltearon y enseñaron sus dientes al agresor. Ella no
podía controlarlos por mucho que les ordenara callar, sin gritar para no
provocar al asaltante, y tiraba de las correas para mantenerlos a una distancia
prudencial de las piernas de aquél.
-¡La dije que no
se volteara! ¡La plata! ¡Y calle a esas fieras o los rajo a los tres!
Él se lo había
buscado. Nadie haría daño a sus dos amores, los que estaban acompañando sus
últimos días.
Le miró a los
ojos, tan fieramente como sus canes, y sin pronunciar palabra, el asaltador
bajó su mano y soltó la navaja dejándola caer al suelo con un minúsculo
estrépito metálico. Y después huyó. A gran velocidad.
Un testigo, en
la precavida distancia, se acercó al lugar de la increíble escena y se atrevió
a preguntar.
-Señora, lo he
visto todo. Siento no haber acudido en su auxilio porque, lo reconozco, soy un
cobarde. Eso y que tengo dos gemelos recién nacidos a los que alimentar. No
creo que ése se amilanara por sus ruidosos defensores. Pero, ¿qué dijo usted
para que cambiara de opinión?
Los perros,
callados, miraban, sentados sobre sus posaderas, a su ama, esperando también la
respuesta para aquel enigmático desenlace.
Ella los miró,
con una sonrisa dibujada en sus labios, pero, pareciendo maleducada, no
respondió al curioso.
Le dejó con la
incertidumbre. Era mejor así. Ya había mostrado, por ese día, suficientes veces,
el auténtico rostro de la muerte. Esa con la que tenía concertada una próxima
cita.
Y se volteó.
Para dejarle con la palabra en la boca.
Perdonándole la vida.
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