Me he enterrado
rápidamente, antes de que allanen la tierra con sus orugas apisonadoras.
Dejando que el minúsculo tubo me traiga el aire del exterior, tomado a mínimos
sorbos, controlando al mismo tiempo las arritmias de un corazón desbocado. En
la oscuridad, siendo llenados mis agujeros corporales por la insalubre arena.
Me pregunto cómo
hacer para no hacer notar mi rastro, con los últimos arañazos en la última
arena que cubrirá mis manos. En una tumba.
Y de pronto, al
no poder contar con el sentido de la vista, la vibración creciente me avisa del
acercamiento paulatino. Las grandes planchas, que lo aplastan todo, serán mi
salvación. Mi respiración sufrirá una conmoción por más de dos minutos. Pero no
importa. Me he entrenado demasiado tiempo en el arte de la asfixia. Para este
momento.
Los tapones de
cera maleable en mis orificios nasales filtran milisegundos de olor
nauseabundo. Pero es el mejor sistema. Enterrado con los otros. Rodeado de
cadáveres. Y los
enterradores-aplastadores me sobrepasarán. Y cuando me alcance la última
plancha tendré cinco minutos para recomponerme del aplastamiento y seguirles
para poder yo aplastarles.
El comandante
debe de estar haciendo su cronometraje. Para que el plan surta efecto.
Seguro que a los
noventa y tres desperdigados en el campo de exterminio nos está pasando la
misma idea por la cabeza: Este pequeño sacrificio vale la pena. Todo vale la
pena por la venganza. Los nuestros, vengados con justicia.
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