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jueves, 9 de enero de 2014

Enterrados y aplastados


   Me he enterrado rápidamente, antes de que allanen la tierra con sus orugas apisonadoras. Dejando que el minúsculo tubo me traiga el aire del exterior, tomado a mínimos sorbos, controlando al mismo tiempo las arritmias de un corazón desbocado. En la oscuridad, siendo llenados mis agujeros corporales por la insalubre arena.
   Me pregunto cómo hacer para no hacer notar mi rastro, con los últimos arañazos en la última arena que cubrirá mis manos. En una tumba.
   Y de pronto, al no poder contar con el sentido de la vista, la vibración creciente me avisa del acercamiento paulatino. Las grandes planchas, que lo aplastan todo, serán mi salvación. Mi respiración sufrirá una conmoción por más de dos minutos. Pero no importa. Me he entrenado demasiado tiempo en el arte de la asfixia. Para este momento.
   Los tapones de cera maleable en mis orificios nasales filtran milisegundos de olor nauseabundo. Pero es el mejor sistema. Enterrado con los otros. Rodeado de cadáveres.  Y los enterradores-aplastadores me sobrepasarán. Y cuando me alcance la última plancha tendré cinco minutos para recomponerme del aplastamiento y seguirles para poder yo aplastarles.
   El comandante debe de estar haciendo su cronometraje. Para que el plan surta efecto.

   Seguro que a los noventa y tres desperdigados en el campo de exterminio nos está pasando la misma idea por la cabeza: Este pequeño sacrificio vale la pena. Todo vale la pena por la venganza. Los nuestros, vengados con justicia.



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