Me negaba a
creer lo que mis ojos me mostraban, pero estaba allí, delante de mí, con sus
nosecuantas patas bien asentadas en el asfalto de la carretera, como
aprovechando el poco tráfico de la misma, para asombrarme con su visión y con
mi decisión de acortar el camino hasta mi próximo cliente, tomando el ramal
izquierdo de la bifurcación de veinte kilómetros atrás.
No hacía ruido,
no emitía, en verdad, ningún sonido. Sólo vibraciones periódicas al suelo, que
se transmitían hasta mis plantas de los pies, tras decidir bajarme del
automóvil para verlo más de cerca.
Así, en la
penumbra del atardecer, se mostraba como una enorme silueta oscura, pues ningún
reflejo del sol me llegaba y ninguna otra luz era emitida desde el aparato.
De pronto, las
vibraciones cesaron y fue cuando me atreví a dar los primeros pasos hacia
aquello.
No tenía ningún
miedo.
¿Por qué tenerlo si aquella podía ser la mejor
aventura de mi vida, de la, hasta ese momento, insulsa vida?
Antes de
abandonar mi vehículo a su suerte, miré si tenía alguna linterna olvidada en el
maletero y, mientras lo hacía, pensé,
por un momento, que ya no llegaría a tiempo a mi cita.
Dedicado a Juan José Benítez
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