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domingo, 5 de enero de 2014

Languidez



   Escabullirse era fatal. Me hacía sentir impresionable.
   Huía de los antros infestos de la ciudad y siempre esperaba la respuesta a mi amor, tanto creativo como sentimental. Los pensares bullían y en la fingida huida hacia la noche, creía que en algún momento podría aparecer la persona adecuada, o que en el vacío que existía sobre el taburete pegado al mío vislumbraría la aislada silueta de la inspiración. Era ésta la que al final se dejaba materializar sobre el papel cuando lograba arrastrar mi cuerpo a mi otro tugurio cotidiano, aquel en el que me acomodo ahora para sentirme como en mi casa, porque, aunque lo es, nunca la siento como tal. Nunca como la calurosa y tierna de mi niñez.
   La búsqueda estática era insoportable y yo no hacía nada por cambiar mi situación de ingravidez existencial. Desde que había optado porque las cosas ocurrieran, que los prójimos deambularan a mi alrededor como en vídeo imágenes ralentizadas, y que mi beneficio fuera el retratarlo todo tal como se aparecía, mezclándolo con mis obsesiones filosóficas particulares, nada avanzaba. Sólo mi mantenimiento económico, que no era poco, pero que a mí no me llenaba ni me llamaba a la felicidad.
   Languidecía sufriendo pasar el segundero. Y cuando sentenciaba que una palabra se quedaba adherida a mi registro narrativo, el éxtasis infinitesimal del pequeño éxito era relevado por el ansia obsesiva de encontrar la próxima, y así otra vez después, y otra, y otra más. Y aquello empezaba a parecerse a un fracaso, y la frustración era carcoma en mi apurado espíritu. Pero es hoy cuando no imagino a alguien que haya fracasado en algo en su vida y siga manteniéndose mental y espiritualmente erguido como si nada hubiera ocurrido. Es una decepción humillante para el propio ego el transformar cualquier hecho, cualquier creación, en la nada.
   Varias veces he sentido muy cerca el precipicio pero, gracias a Dios, no he caído.
   Ante la sutil evidencia, decidí dejar atrás aquella subliminal desesperación, un pasar la página a mi libro vital, en la que la siguiente estrenara otra historia, otra muy distinta historia que, aunque dentro del mismo volumen, a modo de antología, dispersara mis intereses. Un vuelco espontáneo en el borrón y cuenta nueva. Y cuando decidí volver en mí tuve la certeza de que aquella imaginación mía era mal empleada en cosas estériles. Y me prometí a mí mismo que cuando tuviera medios suficientes, crearía algo que los demás no tendrían más remedio que admirar. Y fue tan vehemente ese pensamiento que me asusté con el poder que desataba dentro de mí.

   Decidí crear para ser feliz y hacer feliz.



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