Lo había probado todo. Seguía inmerso en ese
mar de dudas que te traga una vez y que por sus innumerables remolinos no te
deja salir a la superficie. Dicen, que si te dejas llevar por ellos, sin gastar
tus fuerzas para sobrevivir, te arrastran
por su sifón, y si tienes paciencia y control suficiente sobre tus reacciones
mentales, puedes volver a respirar, porque emerges en otro punto de ese mar, a
poca distancia del que te ha engullido. Y eso hice con mi destino: Dejé que me llevara a donde, desde un principio, tenía
mi puerto asignado, sin forzarlo hacia algo que yo anhelara pero que fuera imposible de ser.
Y me hice autor. De muchas cosas.
Autor de mis días sin dejar que otros me
manejaran, tanto personas como artificios. Y si necesitaba que mi mente volara,
la dejaba hacer, y escribía lo que en eso vuelos, al principio rasantes, veía.
Y cuando fui cogiendo altura y decidí estudiar todos los modos que existen de expresar
bellamente lo que permites soltar al exterior para que otros, sin influirte,
compartan contigo, fui escribiendo en papeles inmaculados. Intenté que el
sacrilegio no fuera demasiado irreverente, y que mis palabras fueran el perdón
de mi acto: Las hojas fueron páginas, y las páginas llegaron a ser libros.
Escribía como un poseso, y las drogas
artificiales, y los amores insulsos, fueron sustituidos con éxito por este
estimulante natural que en todo hombre opera y que es el deseo de crear. Sí,
creaba, y me sentía dichoso de empezar a pegarme a mi propia obra.
Escribía para mí mismo, con la imagen en la
cabeza de otros hombres leyendo mis palabras. Pero me decía a mí mismo que aún
no era el momento. Que debería seguir gastando bolígrafos y bolígrafos, hasta
que dispusiera que podría arriesgarme a sufrir, o disfrutar, las críticas
ajenas. Tenía pensado, desde un principio, ofrecer a ojos extraños una parte
ínfima de mi obra, lo escogido como lo mejor, porque si con ello triunfaba
sobre la indiferencia, me atrevería, en el siguiente paso, a intentar publicar.
Escribía y escribía y escribía.
Me tentó el comprarme un ordenador o, en su
defecto, una máquina tipográfica. No. Nada de eso. Meterme en gastos sin saber
si la inversión iba a ser amortizada, era una locura. Sería mejor esperar. Con
lapiceros de grafito y con estilográficas, o bien se me emborronaba lo escrito
o bien me exigía una lentitud y preciosismo extremado. El bolígrafo de punta redonda
me convenció, porque me daba el tiempo exacto para pensar un concepto o
enunciado y plasmarlo inmediatamente antes de que éste fuera falseado por la
perspectiva temporal.
Sí, quizás ya lo había probado todo.
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