De noche, en un parque artificial de una
ciudad cualquiera de Gea Terra Gaia, dos seres pensantes estaban sentados sobre
un bancomóvil. Existía conversación.
-La vida seguirá igual de todas
maneras. No debes temer nada. Tienes que hacerlo.
-¡Ya lo sé, ya lo sé! – con desesperación, el segundo
participante en este diálogo tenía su cara entre ambas manos-. Necesitaba
quitarme estas dudas de encima. Creo que ahora estoy más tranquilo.
-Todo irá sobre ruedas. ¿Tienes bien
estudiado el plan?
-De cabo a rabo. No puedo... no quiero
fallar.
-Bien, será mejor que nos separemos ya. Por
si acaso. Ya sabes.
El primer interlocutor se levantó y se
ajustó el traje de conservación molecular. Inmediatamente después, se elevó
sobre el suelo y con un ademán de querer alcanzar la Luna, salió despedido al
éter dirigiéndose autónomamente mediante movimientos reguladores de rumbo.
El hombre que continuaba sentado veía como
el que había estado a su lado, se transformaba en un punto casi indistinguible
en la oscuridad de la noche. Una vez en la soledad, se dedicó exclusivamente a
pensar. A pensar en los acontecimientos que se aproximaban.
“Es necesario que todo salga a la perfección.
He de matarle, he de matarle, ¡He de matarle!”
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Los niños presentían con sus siete sentidos
lo que estaba a punto de ocurrir. Era una pena que a medida que iban madurando
en edad biológica y cognoscitiva, la mitad de las sensaciones se fueran
nublando. Por eso se aprovechaba esta ventaja infantil al máximo en todas las
variedades del saber. Se daba por cierto que los hogares con niños eran
pequeños mundos con suerte.
El desintegrador de residuos funcionaba a la
perfección. Anushka lo manejaba con destreza. Era una cuestión de familiaridad
con las nuevas tecnologías, que dejaban paso continuamente a nuevos métodos de
aprovechamiento al límite de lo que la Naturaleza ofrecía al hombre. El viejo
axioma de que la materia ni se crea ni se destruye había dado lugar a que
surgiera alguien que lo desmintiera.
Tras terminar con sus tareas domésticas, se
dirigió al cuarto de su hijo. Y creyó que ocurría lo peor. El niño, aunque
continuaba con los ojos cerrados, tenía el cuerpo encharcado en sudor y los
oídos sangrantes. Intentó despertarle pero no lo logró. No tuvo más remedio que
acercar el captador de anomalías fisiológicas a la frente del niño. Respiró con
satisfacción. No estaba enfermo. No sufría ataque alguno. Era la tarifa que
tenía que pagar por sus dones de clarividencia.
Esperó a que remitiera la sangración y que
se empapara de sudor el paño que iba aplicando sobre el cuerpo menudo de
Insavik. Después, tocó su hombro y los párpados recogidos mostraron dos globos
oculares manchados de un azul de cielo. Y como si ese cielo contuviera una
tormenta de verano, dos regueros de lágrimas se dejaron caer por la inocente
carita.
Anushka Sheo preguntó. Insavik respondió.
Anushka Sheo no quiso escuchar.
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Martin Sheo se disponía a aparcar su coche en
el garaje particular de la módulo-residencia.
Abrió el contacto de ignición y las ínfimas explosiones nucleares que movían el
vehículo empezaron a reducirse paulatinamente hasta hacerse nulas. Dirigió el
telemando eléctrico hacia el magneto de la plaza de estacionamiento y se
produjo la atracción acompañada del deslizamiento sobre el pulimentado piso,
yendo a parar frente a un digitocartel que señalaba el ensamblaje perfecto y la
identificación del ocupante del automóvil.
Sheo no tenía más que bajarse del mismo e
introducir su tarjeta de claves en una ranura del digitocartel para accionar el
seguro antirrobo. Recogió el portadocumentos que estaba sobre el asiento
trasero. Los alumbradores del recinto se apagaron de pronto y un haz de energía
dirigido surcó, durante milisegundos, el espacio que había entre la puerta de
salida y Martin Sheo.
Los dos minutos siguientes estuvieron llenos
de silencio. La llegada de otro automóvil accionó de nuevo la claridad.
Lo que antes fue un alto consejero, ahora no
era más que un muñeco de carne sin vida.
Me gusta. Quiero leer más.
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