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sábado, 15 de diciembre de 2012

Asesinato


   De noche, en un parque artificial de una ciudad cualquiera de Gea Terra Gaia, dos seres pensantes estaban sentados sobre un bancomóvil. Existía conversación.
   -La vida seguirá igual de todas maneras. No debes temer nada. Tienes que hacerlo.
   -¡Ya lo sé, ya lo sé! con desesperación, el segundo participante en este diálogo tenía su cara entre ambas manos-. Necesitaba quitarme estas dudas de encima. Creo que ahora estoy más tranquilo.
   -Todo irá sobre ruedas. ¿Tienes bien estudiado el plan?
   -De cabo a rabo. No puedo... no quiero fallar.
   -Bien, será mejor que nos separemos ya. Por si acaso. Ya sabes.
   El primer interlocutor se levantó y se ajustó el traje de conservación molecular. Inmediatamente después, se elevó sobre el suelo y con un ademán de querer alcanzar la Luna, salió despedido al éter dirigiéndose autónomamente mediante movimientos reguladores de rumbo.
   El hombre que continuaba sentado veía como el que había estado a su lado, se transformaba en un punto casi indistinguible en la oscuridad de la noche. Una vez en la soledad, se dedicó exclusivamente a pensar. A pensar en los acontecimientos que se aproximaban.
  “Es necesario que todo salga a la perfección. He de matarle, he de matarle, ¡He de matarle!”

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   Los niños presentían con sus siete sentidos lo que estaba a punto de ocurrir. Era una pena que a medida que iban madurando en edad biológica y cognoscitiva, la mitad de las sensaciones se fueran nublando. Por eso se aprovechaba esta ventaja infantil al máximo en todas las variedades del saber. Se daba por cierto que los hogares con niños eran pequeños mundos con suerte.
   El desintegrador de residuos funcionaba a la perfección. Anushka lo manejaba con destreza. Era una cuestión de familiaridad con las nuevas tecnologías, que dejaban paso continuamente a nuevos métodos de aprovechamiento al límite de lo que la Naturaleza ofrecía al hombre. El viejo axioma de que la materia ni se crea ni se destruye había dado lugar a que surgiera alguien que lo desmintiera.
   Tras terminar con sus tareas domésticas, se dirigió al cuarto de su hijo. Y creyó que ocurría lo peor. El niño, aunque continuaba con los ojos cerrados, tenía el cuerpo encharcado en sudor y los oídos sangrantes. Intentó despertarle pero no lo logró. No tuvo más remedio que acercar el captador de anomalías fisiológicas a la frente del niño. Respiró con satisfacción. No estaba enfermo. No sufría ataque alguno. Era la tarifa que tenía que pagar por sus dones de clarividencia.
   Esperó a que remitiera la sangración y que se empapara de sudor el paño que iba aplicando sobre el cuerpo menudo de Insavik. Después, tocó su hombro y los párpados recogidos mostraron dos globos oculares manchados de un azul de cielo. Y como si ese cielo contuviera una tormenta de verano, dos regueros de lágrimas se dejaron caer por la inocente carita.
   Anushka Sheo preguntó. Insavik respondió. Anushka Sheo no quiso escuchar.

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   Martin Sheo se disponía a aparcar su coche en el garaje  particular de la módulo-residencia. Abrió el contacto de ignición y las ínfimas explosiones nucleares que movían el vehículo empezaron a reducirse paulatinamente hasta hacerse nulas. Dirigió el telemando eléctrico hacia el magneto de la plaza de estacionamiento y se produjo la atracción acompañada del deslizamiento sobre el pulimentado piso, yendo a parar frente a un digitocartel que señalaba el ensamblaje perfecto y la identificación del ocupante del automóvil.
   Sheo no tenía más que bajarse del mismo e introducir su tarjeta de claves en una ranura del digitocartel para accionar el seguro antirrobo. Recogió el portadocumentos que estaba sobre el asiento trasero. Los alumbradores del recinto se apagaron de pronto y un haz de energía dirigido surcó, durante milisegundos, el espacio que había entre la puerta de salida y Martin Sheo.
   Los dos minutos siguientes estuvieron llenos de silencio. La llegada de otro automóvil accionó de nuevo la claridad.
   Lo que antes fue un alto consejero, ahora no era más que un muñeco de carne sin vida.

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