El director del
banco me quiso acompañar personalmente a la salida, después de que uno de sus
subalternos se negara a atenderme cuando solicité cerrar mi cuenta y que me
devolvieran todos mis ahorros.
Siempre acababa
igual. Me iba cabizbaja después de que me aconsejara que lo pensara bien, que
lo consultara con la almohada.
Y siempre
acababa aguantando su mirada de superioridad, cuando era él el que,
supuestamente, estaba trabajando para mí y para mi dinero.
Y otra vez
volvió a hacerlo. Se rió en mi cara sin cortarse un pelo, esperando que algo
dentro de mí despertara, que la sangre me hirviera y explotara en una reacción
en cadena.
Y acercando su
rostro a mi cabello susurró, para que nadie más escuchara:
-Hazme una transferencia de tu corazón y te
beneficiarás con los intereses de mi cuenta amorosa.
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