El hombre espantado
clamaba por ser encontrado por alguna alma frágil como la suya. Ansiaba ser
amado, allí, en la negrura inverosímil de su memoria. En lo velado de su mente.
Creía ser el único, el que supervivía después de la catástrofe de la irracionalidad
ajena. Estaba desmadejado internamente, sin saber a dónde asirse para rescatar
la cordura. Los demás vivían ya en sus islas de ignorancia, y él, espantado, de
nuevo siempre espantado, arañaba en esos demás un pelín de caridad, revolvía
con sus manos nerviosas en busca de una pista de un pasado compartido con
ellos. Pero nadie le miraba de frente, a los ojos, para encontrar el reflejo de
su persona, ya vacía, en aquellos ojos envidiados por su vivificante energía. Salvador
no podía practicar con los demás la sugerencia de su nombre. Ya estaban todos
perdidos. Y nadie le pedía ser rescatado. Preferían aquel estado de inoperancia
espiritual.
Cuando aquella
mañana de abril se levantó y miró, nada más arrancarse con las uñas las costras
legañosas de los ojos, a través de los visillos de la ventana de su
apartamento, y saboreó visualmente el cielo de celeste pureza sin nubes que lo
mancharan, no podía imaginar que aquello era lo único puro que iba a encontrar
de ahí en adelante.
Desayunar, manchándose
la camisa con el cacao que siempre le chorreaba de la taza, cambiarse antes de
salir a la calle, y dirigirse, zigzagueante, como si fuera un chiquillo con su
juego imaginado de aeroplano borracho en las alturas, a su lugar de trabajo,
donde el placer de su labor le impedía nombrarlo con otro nombre que no fuera
el de edén, pues cuando en él estaba se encontraba en el éxtasis de la creación
creativa. Se preguntó, se llegó a preguntar en su ignorancia, el porqué de la
vaciedad, de lo desértico de las calles, del silencio aturdidor y extraño del
ambiente. Quizás había madrugado demasiado y los durmientes estaban a punto de
darle vida con sus bostezos a la ciudad. Miró el reloj y no estaba equivocado.
Era la hora exacta para el cotidiano murmullo de lo urbano. Ni risas, ni
quejas, ni silbidos de hombres ni de máquinas, ni un claxon que le hiciera
detestar a los productores y productos de lo industrial. Todo era atipicidad.
Sencillamente estaba solo en el mundo. O aún no se había despertado, o aún
estaba abrazado a su almohada ceñido por el confortable calor de las mantas, y
aquello era un sueño que asomaba desde un recuerdo apocalíptico.
Me gusta. Ya sé que podía decir más cosas, pero simplemente me gusta.
ResponderEliminar¡ Estupendo ! Felicidades,
ResponderEliminarTiene fuerza y garra su expresividad. Es un tema no "trillado" que le aporta originalidad.
El formato, para mi gusto, demasiado comprimido. Sé que últimas tendencias, se dirigen en esta línea, pero particularmente, me cuesta más leerlo y retengo peor.
¡ Ádelante !
LolVia