Cuando corres, sopla el viento.
Al correr, haces viento.
Y la gente insiste en decirme que el viento es único y que
uno no puede crearlo.
Limítate a sufrir el calor y derrítete bajo el sol de
justicia en el verano insoportable. Cada vez más insoportable.
Antes deseábamos que llegara para disfrutar de la vida, del
descanso de las vacaciones escolares. Ahora, de mayores, deseamos que nunca
llegue, y transmitimos ese miedo a nuestros hijos. La piel es la primera alarma
y la muerte es la última llamada de atención.
Cualquier mínimo esfuerzo se convierte en un reguero de
sudor caliente primero, que te baja por la nuca, haciéndote sentir escalofríos
cuando toca la espalda ya helado.
Me transformo en un papanatas que busca la sombra más
duradera y que provoca corrientes de aire casi tan mortales como el hervimiento
del cerebro.
Las manchas solares se trasladan a través del espacio-tiempo
y se acoplan en mi piel mostrando su reflejo cruel en estética y dolor.
Y si bebes demasiado líquido, lo pierdes en micciones, lo
malgastas en cejas empantanadas que cuando rebosan te irritan los ojos, y el
velo saldo te provoca la impotencia de la ceguera instantánea.
Casi mejor dejar pastosa la lengua, que para lo que hay que
decir es preferible dosificar los buches de agua y observar los orines cada vez
más oscuros, más densos, más preocupantes.
Y el alivio, cuando corres. Así es. Cuando provocas el
viento, aunque el aire no sople.
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